domingo, 12 de diciembre de 2010

Crónica de una (mala) noche en Aguas Zarcas

Aguas Zarcas es un pueblo curioso por muchas razones. Quizás una de ellas es que su nombre evoca una sensación de lejanía, aunque en realidad no es así: Se encuentra apenas a unos 20 minutos en automóvil del centro de Ciudad Quesada. El pueblo está dividido a ambos lados de la carretera que lleva hacia Pital, por lo que en muchas ocasiones es simplemente zona de paso. Aunque pueda causar sorpresa, también es uno de los pocos lugares de Costa Rica que no tiene un parque. Es cierto, si se dan una vuelta por el centro, verán la iglesia y al frente... la calle, la parada de buses y negocios varios. Según cuentan, hubo alguna vez un proyecto para convertir una céntrica plaza de fútbol en el consabido parque, pero el plan nunca se concretó. Por ahora, la gente en las noches se reune en las esquinas. Además, en un buen día despejado, se puede ver la perfección cónica del volcán Arenal.

Desde mediados de este año y debido a mi trabajo como profesor de teatro en el colegio del lugar, he tenido que viajar constantemente al cándido pueblo de Aguas Zarcas. Nunca, sin embargo, había pasado más de una mañana- tarde allá. Nunca, hasta el pasado viernes. Y vaya que la experiencia iba a ser enriquecedora (nótese que escribo "enriquecedora" a falta de un buen eufemismo).

La primera señal me la dio uno de mis alumnos (José) por teléfono, en la tarde, mientras iba de camino por la sinuosa carretera a San Carlos. "Profe" - dijo - "usted se va a quedar en una cabina, pagada por nosotros. No es muy bonita eso sí" - A continuación, risas nerviosas. "Bah"- le respondo para suavizar su incomodidad- "no se imagina usted los lugares en los que yo he dormido".

Llego algo tarde pero después de un buen par de horas de ensayo, otro de mis alumnos, Carlos, me escolta hacia lo que será mi guarida nocturna. "No está tan mal" - me va diciendo - a veces yo voy ahí cuando quiero comprar cosas robadas". Ya no me ayudes tanto, compadre, siento ganas de decirle. Las calles son poco iluminadas y mi otro yo paranoico enciende las luces de alarma. Finalmente mis estudiantes han tenido suficiente de mis exigentes ejercicios teatrales y han optado por borrarme de la faz de este mundo y hacerlo parecer un accidente.

Pero mi otro yo nunca tiene la razón y esta vez no fue la excepción. Llegamos por fin al sitio, que podría pasar por clandestino de no tener pintado en letras blancas el nombre de "Hospedaje Hidalgo". Tocamos la puerta y una señora cuarentona nos abre. Ya ella está entereda de mi estancia, sin embargo, lamentablemente su esposo acaba de alquilar las habitaciones grandes. El siguiente diálogo toma lugar:

Cuarentona: Es que ustedes llegaron muy tarde.
Carlos: Y ¿dentro de cuánto se desocupan?
Cuarentona: Pues en unos treinta minutos más o menos.

Con mi cara de horror le comunico a Carlos que no quiero pasar la noche sobre cualquier resquicio de pasión amorosa entre dos desesperados y precoces noviecillos. Así pues, se decide que me hospedaré en una de las habitaciones pequeñas (nótese que uso "habitaciones" a falta de un buen eufemismo), y de inmediato avanzamos hacia allá a través de un pasillo estrecho y tan pobremente iluminado que le da una nueva definición a la palabra cliché. El cuarto es el número 14, y resulta fácil identificarlo por una maltrecha calcomanía de Igor el burro pegada justo encima del número. "Es pequeña" - dice la mujer - "pero cualquier cosa si trae una hembra, la tira al piso". Sus risas escándalosas me confirman que lo que acaba de decir en realidad sí salió de su boca. Luego se pone seria y pregunta por el dinero, así que le cancelamos, dejo el bolso guardado y salgo para buscar algo de comer. O tal vez para alejarme de aquel inframundo, no lo sé. De camino Carlos se deshace en explicaciones, y yo, para suavizar su incomodidad, le respondo: "Bah, no se imagina usted los lugares en los que yo he dormido".

Quise prolongar bastante mi búsqueda de alimentos pero una lluviecita tenue impulsada por un viento frío me hizo volver rápidamente a la cueva de los leones. Antes de sumergirme en las profundidas del cuarto (decisión que buscaba proteger mi integridad) logré captar donde se encontraban los maltrechos baños que habría de usar la mañana siguiente, si lograba recoger el coraje suficiente.

Dispuesto a encerrarme el resto de la noche, noto con preocupación que la puerta de mi cuarto no tiene picaporte. Tengo un impulso por ir a quejarme con la administración (nótese que utilizo acá "administración" a falta de un mejor eufemismo) pero al salir al pasillo me doy cuenta que todas las puertas están entreabiertas. ¡Ninguna tiene picaporte! Solamente un hábil hombre había logrado cerrar la puerta por completo, utilizando un paño para prensarla contra el marco. Yo sigo el ejemplo y consigo elaborar un picaporte rudimentario con lo que tengo a mano, qué carajos, para eso somos homo sapiens sapiens ¿no? Ya seguro de que ningún maniático podrá entrar a ahorcarme en medio de la noche, dedico unos minutos a examinar con atención el recinto. Olor a humedad apenas dentro de los límites de lo soportable. Paredes viejas, un mueble viejo haciendo las veces de estante, instalación eléctrica riesgosa, sábanas quemadas por cigarrillos y unos cuantos agujeros por donde puedo ver perfectamente hacia la habitación del lado (y viceversa). Por dicha, esta en particular está vacía. Un tal "Juan" decidió, quizás harto de su prolongado celibato, garabetear en una de las paredes su número de celular. Tal vez fue el mismo Juan el que dibujó una claramente identificable mata de cannabis en otro de los muros de madera avejentada. Después me entrego a los placeres de la lectura y agradezco que haya existido Calderón de la Barca y que además haya sido invitado a escribir una comedia hace muchos siglos para la reina Mariana de Austria. Conciliar el sueño luego, sin embargo, fue más difícil que agradar a un miembro de la realeza. Un catálogo de ruidos se turna para volver la tarea titánica. En primer lugar, un perro escándoloso, que al parecer tenía hambre pues se calmó luego de que al pobre le llevaron algo de comer. Le siguió uno de mis vecinos, quien se decidió probar a altas horas de la noche la capacidad del altavoz de su celular. Pienso que debe de estar en medio de algún contubernio amoroso, porque lo que suena va más o menos así:

♪♪Un amor entre treeees no sustentaaaaa, eso es tan soloooo paaaara dooooos, tres no hacen parejaaaa, o tú y éeeeel, o túuuu y yooooo♪♪

Cuando se acaba la canción, noto que hay un bebé llorando a todo pulmón. No es tan prolongada la tortura ya que su madre encuentra una forma de hacerlo callar, pero al mismo tiempo llegan desde la habitación de al lado (la que está ocupada) los ronquidos sinfónicos y constantes de mi vecino. El del celular ahora asume su herencia latina tropicalona, y quizás motivado a dejar detrás las intrigas novelescas, se manda con algo más o menos así:

♪♪Cachamba, cachamba, qué vacilón, a la cachamba cachamba ¡ay hombre!♪♪

Un breve y inexplicable momento de silencio hace la magia y me duermo profundamente. Al menos hasta que una jauría de machus escandalosus llega. Les conozco bien: a menudo aparecen bien entrada la noche haciendo todo el ruido posible sin tener lástima de sus pobres víctimas, a quienes despojan sin misericordia de cualquier resto de sueño que pudieran tener. Después la madrugada tuvo la misma tónica, constantes interrupciones (puertas, gritos, ronquidos, puertas, gritos, ronquidos) hasta la llegada del alba. Lo primero que escucho es una conversación de dos huéspedes, a eso de las 6.30am y que va más o menos así:

Hombre 1: Mae ¿a esta hora estará abierta la licorera?
Hombre 2: No sé ¿por qué?
Hombre 1: Ocupo mandar a comprar un buen bombillo, me estoy muriendo del goterón.

Luego algún pobre desafortunado parece estar vomitando hasta los intestinos, lo cual me hace tener dudas acerca de levantarme e ir al baño, pero la idea del agua sobre mi cuerpo me parece excelente, sobre todo tomando en cuenta el festival de ácaros que debía tener encima.

Al regresar de la rápida ducha dispuesto a largarme de una sola vez, me encuentro con mi vecino roncador quien, para mi sorpresa, resultó ser una señora regordeta y simpaticona que me saluda con un buenos días mientras, displicentemente, se deshace de una lagaña poco discreta y descomunal.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

El teatro independiente popular y la invención de la identidad nacional

Cada 11 de abril en el país se conmemora la Batalla de Rivas y en especial se celebra el día del héroe nacional, Juan Santamaría. La televisión, la radio y los periódicos nos recuerdan ese día elaborando grandes artículos sobre la gesta heroica del denominado “morocho”. Es un día de asueto y las escuelas realizan grandes “actos cívicos” para no dejar pasar esta fecha. Algunos días antes, los niños y las niñas han repasado los pormenores de la famosa batalla en sus libros de texto y han aprendido el gran valor del sacrificio por la patria. Es muy común que por lo general en estos actos cívicos sean representados pequeñas obras teatrales reviviendo ese capítulo de la historia nacional. Las obras no podrían ser diferentes: el niño más moreno es elegido para el papel de Juan Santamaría, y otros a su alrededor se encargan de representar a los compañeros del héroe y a los terribles filibusteros. El pequeño actor corre con la tea en la mano hacia la Casona, recibe varios disparos y por fin logra llegar a su objetivo; la casona arde en llamas y los filibusteros huyen despavoridos, siendo presas de las balas del ejército tico. Juan muere en el lugar, pero lo hace siendo el héroe que salvó a Costa Rica de la humillación y el sometimiento.

En el ejemplo anterior están delimitadas algunas de las características de la idiosincrasia tica. Pero además se ve cómo a ese manejo se le agrega un elemento eficaz de control ideológico: la representación teatral. Pues ¿qué mejor manera de hacer sentir a ese niño moreno el amor por la patria que ponerlo en los mismos zapatos de Juan Santamaría? ¿Qué mejor forma de enseñarle al público (y especialmente a los niños y a las niñas) los valores cívicos que como costarricenses debemos poseer?

En efecto, el teatro, como bien lo define Agusto Boal, está muchas veces al servicio de los intereses de una clase dominante que intenta establecer una ideología oficial, la cual ha de ser aceptada por quienes habitan el país. Es en muchas ocasiones, como los libros de texto en las escuelas, un mecanismo moldeador de pensamiento.

¿Pero acaso no existe una escena independiente – popular en el país? La respuesta a la pregunta es afirmativa, aunque no del todo consolidada o al menos no fuerte dentro del repertorio de la cartelera nacional. No deja de ser cierto, por ejemplo, que obras de corte chabacano y ligero, atraen más público por fin de semana que otras en donde se intenta hacer un análisis crítico de la sociedad y de los conflictos humanos.

El teatro independiente nace para oponerse a la “interpretación oficial de la cultura teatral” (Thenon, 1996. Pág. 143). Y por esto, afirma el autor recién citado, es perseguido y acosado por la estructura gubernamental. Muchas veces esa persecución es algo solapada, como por ejemplo lo que se hace al no darle a este movimiento los recursos necesarios para subsistir y poner en concreto sus puestas en escena. Esta situación obliga a muchos de estos grupos a desaparecer o ajustarse a las condiciones, sacrificando los contenidos de sus obras para poder comer.

Ya lo había dicho Boal: “las élites consideran que el teatro no debe ni puede ser popular” (1982. Pág. 15). De ahí la marcada marginación que este movimiento ha sufrido en una sociedad como la nuestra, en donde los procesos de lucha social no han sido tan marcados como en otras latitudes latinoamericanas, como en Argentina o Brasil. La imagen de Costa Rica que principalmente los políticos liberales empezaron a crear a finales del siglo XIX y comienzos del XX es “una construcción cultural que se resiste a desaparecer” (Molina, 2003. Pág. 2). Entonces, y dado que, siguiendo a Thenon, el teatro independiente es una implicación social, quizá la configuración que posee la sociedad costarricense ha terminado por hundir al movimiento del teatro independiente – popular en la marginalidad de la escena tica.

En el contexto nacional, la experiencia de los movimientos de teatro independiente popular también va en ese sentido. Así por ejemplo, vemos el caso de la experiencia de la Asociación Cultural Giratablas, la cual fue en sus inicios un teatro con características populares y que ahora se ha convertido en promotor de actividades teatrales de este tipo: “Giratablas se ha motivado en la idea de que el artista también es parte de una red de interacciones sociales, que reelabora lo que percibe y siente, procesando su imaginación creadora con los impulsos sensibles que se entorno social le genera” (Protti, 2004. Págs. 3- 4). Entonces cabe la pregunta: Si el teatro independiente – popular es dependiente a su vez del entorno social que lo cobija ¿será la sociedad costarricense incapaz de generar la motivación suficiente para que un teatro con las características del independiente – popular se desarrolle? De acuerdo a la experiencia del Teatro Giratablas, el entorno social costarricense no genera entonces los suficientes estímulos para que se desarrolle y consolide un movimiento teatral independiente e identificado con una perspectiva popular. Revertir esa situación en el contexto de nuestra sociedad es quizá una tarea enorme, por cuanto existe un fuerte y arraigado ideal del “tico” en la conciencia de casi todas las personas costarricenses (una imagen que además se exporta fuera de nuestras fronteras). Si se sigue a Boal y concordamos en que el teatro popular promueve la desalienación, la lucha contra la explotación y la lucha de clases, entre otras cosas, se entiende entonces el por qué este movimiento teatral representa una amenaza para el statu quo que ha sido establecido a lo largo de la historia costarricense por la elite política del país, comenzando desde el proyecto liberal del siglo XIX y terminando con las políticas neoliberales de los gobiernos de la actualidad, y el por qué de su carácter marginado en la sociedad costarricense.

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Bibliografía:

Boal, Augusto. (1982) Técnicas Latinoamericanas de teatro popular. México. Editorial Nueva Imagen.

Molina, Ivan. (2003) Identidad nacional y cambio cultural en Costa Rica durante la segunda mitad del siglo XX. San José. Editorial de la Universidad de Costa Rica.

Protti, Giancarlo. (2004). La Asociación Cultural Giratablas a sus 11 años. En: Espacios. No. 9.

Thenon, Luis. (1996) La memoria y el olvido. Del teatro de la colonia al movimiento del teatro independiente. 1610 -1950. San José. Impresora Obando.

lunes, 31 de mayo de 2010

Hildegardo y el golfo*

Esta vez (cosa rara) se encontraba particularmente calmo, como hacía muchos años no se daba. Le extrañó no sentirse embargado por alguna sensación de alegría intensa, entre tanta marea tumultuosa y tormentas últimamente había llegado a anhelar este momento de paz. Y aún así, la tranquilidad no le movía ni una sola fibra de su alargada extensión. Pero bueno, ahí estaba otra vez el drama innecesario, ya se lo había auto recriminado en otra ocasión. Él, el golfo de México, tan grandecito y experimentando ataques de ansiedad. Se decidió finalmente por relajarse y disfrutarlo, ignorando la creciente emoción que le comenzaba a asaltar: la de que algo malo estaba a punto de suceder.

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Hildegardo pudo haber sido perfectamente hijo del mar pero en lugar de eso fue hijo de un hombre y una mujer como lo mandan las reglas de la naturaleza. La sangre olmeca que recorría sus venas en una especie de resquicio histórico (como a todos los veracruzanos) le había permitido aprender su oficio con singular presteza. Salir al golfo por las mañanas y pescar le era tan natural como pestañear o bostezar a altas horas de la noche. Su conocimiento de las minuciosidades del océano era tan exacto que llegaba a los límites de lo incompresible para los habitantes del puerto. Sí, Hildegardo pudo haber sido perfectamente hijo del mar pero en lugar de eso tuvo que conformarse con ser llamado así por sus coterráneos.

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No, no era una manía estúpida. Muchas veces se intentó convencer de lo mismo. Quizá era paranoia pero es que últimamente estaban ocurriendo tantas cosas… La pesca industrializada y brutal, la basura acumulada por millones de toneladas, los desechos tóxicos. Claro que tenía razones de sobra. Y aún así, seguro que se fijaría y todo estaría bien, muy bien, todo plácido y sin problemas. No, desafortunadamente no era una manía estúpida, porque cuando por fin alzó la vista lo que vio le horrorizó por completo.

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Hildegardo, el jarocho, el aventurado pescador, el hijo del mar, no tenía más complicaciones para su trabajo matutino que la de esperar la marea adecuada. Era tan seguro de sí mismo y de lo que sabía del mar que ni siquiera echaba un vistazo: simplemente sabía cuando era el momento oportuno, corría la voz entre sus compañeros y luego entre todos empujaban la pequeña embarcación hacia las pequeñas olas que rompían cerca de la orilla hasta que la corriente finalmente les permitiera encender el motor fuera de borda y zarpar hacia lo profundo de las zonas de pesca permitidas. El porqué esa mañana sí había mirado hacia el horizonte nunca se supo, pero en todo caso él habría preferido no hacerlo, porque cuando alzó la vista lo que vio le horrorizó por completo.

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La mancha negra era muy engañosa porque avanzaba lentamente pero inflingía poderosas heridas sobre el agua marina. Todo a su paso se iba quedando sin vida, nada escapaba a su viscosa red. Nada, mucho menos el golfo, quien conocía por primera vez en su historia la sensación de frustración. Jamás las ganas de huir habían sido tan cruelmente aplastadas por un inevitable sentido de realidad: el mar está donde está y no se puede mover. Si hubiera podido llorar lo habría hecho derramando lágrimas saladas con olor a petróleo.

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A Hildegardo sus compañeros de pesca lo recogieron del lugar donde cayó después del desmayo. Ignorando por un momento las noticias en la radio sobre el derrame, decidieron llevar al hombre al hospital de inmediato. Además del susto del repentino desvanecimiento, los pescadores iban rezándole a todos los santos posibles porque Hildegardo inconsciente y todo, estaba llorando lágrimas saladas con olor a petróleo.

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Secarse. Esa era quizá la única solución ante esta angustia, esta tortura parsimoniosa. Secarse del todo, dejar que el sol absorba cada gota de agua hasta no dejar más que un cráter gigantesco de arena. Evaporarse. Dejar que se consuma su existencia en un abrir y cerrar de ojos. ¿Quién podría poner un alto a su sufrimiento, a esta cruel vejación? ¿Quién podría detener la mancha negra y voraz? Al parecer, tan solo el dulce alivio del fin de la existencia.

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Los doctores estaban perplejos, y no por la lágrimas que brotaron de los ojos del pescador, porque esas no las alcanzaron a ver, si no por las cicatrices que aparecían paulatinamente sobre el cuerpo de Hildegardo. Algunas parecían antiguas, cierto, pero conforme avanzaban las horas otras con aspecto reciente se formaban en las dimensiones de la piel de aquel hombre desfallecido. La madre de Hildegardo llegó al hospital y de rodillas le imploró a los médicos que de una vez por todas pusieran un alto al sufrimiento de su hijo.

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Decidirse a morir no es fácil, conlleva una complicada maraña de sensaciones. Por el contrario, el acto de morir tiene una simpleza extraordinaria. Bastó un breve instante, y en un suspiro la última ola llegó, inerte, a acariciar sin vida la orilla de la costa.

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No fue fácil para los doctores el dejar morir a Hildegardo, pero después de todo no tenían otra opción. El respirador era lo único que lo mantenía atado a este mundo. Bastó una autorización firmada por sus familiares. Su madre, sentada junto a la cama del hospital, fue testigo de cómo el último suspiro, inerte, le acarició sin vida el rostro humedecido.

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Ya el golfo no es el Golfo de México sino que la gente ahora le llama El Golfo Muerto, y no tiene ni olas, ni corrientes, ni vida. Los intentos de explicación por parte de los científicos han ayudado a incrementar la mitología local. La teoría más aceptada entre los pobladores (aunque rechazada por los eruditos) es que el mar se dejó morir porque no podía soportar vivir sin su hijo predilecto.

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Ya el cuerpo de Hildegardo reposa bajo tierra y en su lápida reza la leyenda “El hijo del mar”. Todo mundo hizo conjeturas acerca de su extraña muerte, conjeturas que han ayudado a alimentar la mitología local. Su madre, invadida de una certeza contagiante, no deja de contarle a sus amigas cercanas, en secreto, de cómo su hijo se dejó morir porque no podía soportar vivir sin su amado padre.

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* Cuento inspirado en los lamentables hechos recientes acaecidos en el Golfo de México con el gigantesco derrame de petróleo de la compañía BP.

lunes, 10 de mayo de 2010

La matrix, los artistas y la cosa política

No todos los artistas sueñan con desfilar en alfombras rojas y en alcanzar la fama mundial. Algunos, aunque sea difícil de creer, trabajan en lo que hacen porque simplemente aman su profesión, o porque quieren a través de su arte llevar algún mensaje a la gente que les sigue. ¿Idealista? Si. ¿Posible? También.

El cantautor nicaragüense Ramón Mejía, mejor conocido como Perro Zompopo es quizá un claro ejemplo de esto. Su estilo es, a todas luces, contestatario, y en definitiva sus canciones quizá nunca se lleguen a escuchar en las radios comerciales. Gracias a la democracia de la internet y la revolución del 2.0, miles de personas se han identificado con sus letras que, en gran medida, escuecen la ingle de muchos políticos bien acomodados.

De ahí que el polvorín se levantara cuando se supo que "el perro" iba a ser partícipe del así llamado "Concierto por la democracia" con motivo del traspaso de poderes en el gobierno costarricense. Muchos le llamaron vendido, a lo cual el artista reaccionó con una ácida réplica escrita. Este mismo apelativo utilizó mucha gente también cuando se supo que el músico costarricense Manuel Obregón formaba parte de los espectáculos de campaña de la anterior candidata y ahora presidenta Laura Chinchilla. Dicho sea de paso, don Manuel es ahora flamante Ministro de Cultura de esta administración. Evidentemente el apoyo tuvo su recompensa.

Ahora bien ¿qué significa ser un "vendido"? En mi opinión, venderse significa dejar de luchar por las cosas en las que uno cree, cambiar su discurso, callarse las críticas, maquillar los hechos incómodos con falsos halagos. Ninguno de los dos artistas antes mencionado, que yo sepa, ha pecado en este sentido. Antes bien, decidieron hacer una movida estratégica para lograr que sus luchas tengan mas resonancia política. Ya saben: para derrotar a la matrix, es necesario insertarse en la matrix.

Esto me recuerda aquello que decía Michael Moore en entrevista para el recomendadísimo documental "The corporation": Él ha aprovechado el hecho de que las grandes corporaciones capitalistas son tan voraces y están tan ávidas de ganancias, que no les importa distibuir e incluso producir sus películas, en las cuales se crítica a esas empresas amigas de los dólares. Desde el mismo sistema se puede lograr que el sistema se tambalee, esa es su filosofía. Y al parecer la de Perro Zompopo también: quienes asistimos al concierto del sábado le escuchamos hacer un ferviente llamado a parar el proyecto minero en crucitas a como fuera lugar. Recibió un gran aplauso del público a cambio. Quién sabe si la presidenta Chinchilla, desde el palco de invitados, habrá aplaudido también.


lunes, 23 de noviembre de 2009

La sociedad de los desechables


Reflexiones en torno al montaje de Única mirando al mar.

Decía Helio Gallardo, filósofo y catedrático de la Universidad de Costa Rica, que a la luz de la sociedad actual, ferozmente capitalista, un nuevo grupo de seres humanos se ha constituido: los desechables. Así es, el término (utilizado originalmente en el ámbito colombiano) se refiere a todas aquellas personas que por sus condiciones socioeconómicas han dejado de tener importancia estadística (cuando menos) para ese gran señor llamado marketing. En realidad se trata de números que asustan: El total de lo que se invierte en publicidad alrededor del mundo está destinado únicamente al 80% de la población mundial. Es decir, que existe un 20% de seres humanos cuyo poder adquisitivo (si es que existe) no alcanza para tener el consuelo de ser un tipo de público meta para cuanta marca o producto exista. Y bueno, algo de surrealista tiene la cosa ¿no? El niño descalzo y malnutrido del precario mira la gran valla publicitaria que anuncia la última versión de la consola de video juegos más poderosa del mercado, sin saber que eso que ve no va dirigido a él. Dos universos separados por una burbuja blindada.

Ahora bien, esta separación no se limita únicamente al mundo de la publicidad y el consumo. Los desechables en realidad lo son en todos los niveles de la sociedad: de lo político, de lo económico e incluso de lo cultural. Y como son desechables también nos parecen estorbosos, les relegamos a los últimos lugares, les damos nuestras migajas, nos cruzamos de acera cuando les vemos venir. "Hasta tenemos asco del género humano", reclama Momboñombo Moñagallo, personaje principal de la novela original de Contreras.

La métafora es clara en el universo de "Única mirando al mar". Se trata de un mundillo, el mundillo del basurero, en donde conviven muchos de estos entes desechables-desechados. Estos entes (que para nuestros ojos han dejado de ser humanos) son el reflejo de una sociedad disfuncional que se niega a despojarse de sus vicios aún en medio de la porquería que vomita el gran monstruo urbano. Momboñombo es el desechable por excelencia: Cansado de su vida, decide tirarse a la basura un día de tantos, en una agria e impactante forma de intentar acabar con su existencia.

A travéz de este tirarse a la basura, Momboñombo logra traspasar la burbuja blindada. Y se encuentra con una realidad que jamás esperó. Se encuentra con gente que realmente vive entre la basura. Nace, crece, se alimenta, se reproduce y muere entre la basura. Gente como Única, quien tiene la increible capacidad de inventarse una vida feliz en medio de tanta inmundicia. Gracias a ella, Momboñombo cambia poco a poco su mirada externa, y termina por ser un buzo más, con familia y todo incluída. Nada, que los desechables también tienen derecho a amar, carajo.

Con cierto sarcasmo ácido, "Única mirando al mar" pone el dedo en la llaga. Nos señala a esa gente que nos negamos a ver, nos guía para oler la podredumbre que queremos esconder lejos de nuestras casas, y nos empuja a escuchar el ruido de los tractores que entierran la basura y (al mismo tiempo) las vidas de los buzos. Nos obliga, en última instancia, a cuestionarnos en qué diantres nos hemos convertido, cuando obligamos a nuestros congéneres a habitar entre aquello que nos provoca más repulsión.

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Única mirando al mar es una puesta en escena del Grupo de Teatro Argamasa, basada en la novela original de Fernando Contreras; versión al teatro de Arnoldo Ramos y bajo la dirección de Gustavo Monge.

Argamasa es uno de los grupos de teatro comunitario más reconocidos del país con una trayectoria de 12 años en la escena nacional, tres giras internacionales y más de 30 espectáculos entre musicales, teatro y performance.

El estreno se realizará este jueves 26, continuando los días 27, 28, 29 de noviembre y 7, 8, 9 de diciembre a las 7:30PM en el Centro Comercial La Ribera en Belén.



martes, 20 de octubre de 2009

Volver

Cuando por cuestiones de la vida emigrás desde un pueblo rural hacia la gran capital tenés la suerte de poder apreciar dos mundos distintos, que me atrevería a llamar paralelos de no ser por lo trillado del adjetivo.

A veces, eso sí, suele suceder que esos dos mundos que habitás tienen un crecimiento diametralmente opuesto. Es común ver como aquel pueblo chiquito de calles pobremente iluminadas, ríos, y parques de pocas pretensiones se estanca en el inevitable subdesarrollo, mientras que la gran metrópolis tiene una explosión exponencial de construcciones y de gente, siempre más y más gente.

Dentro, en lo más íntimo tuyo, algo comienza a cambiar también. Es tan paulatino que no te das cuenta, comienza a suceder con el paso de los años como habitante del infame casco metropolitano. Y finalmente, de repente, te es imposible rememorar el momento en que dejaste de ser de "allá" para ser de "acá". Dejás de ser una criaturilla rural asustadiza para convertirte en un monstruoso depredador urbano. La dulce placidez pueblerina te abandona para dar paso al agrio estrés citadino. El lento caminar despreocupado que acostumbrabas tener en el pueblo, da paso al apresurado corre -corre de la ciudad, necesario para sobrevivir en el mar de piernas, asaltantes, basura y carros. "Y corres detrás de la vida, pues la vida se te escapa. Y por correrla se te olvida la vida, como se te olvidó un día tu casa", cantó Aux Nahual.

A veces volvés, claro. No es como al principio, cuando hiciste la migración inicial, que tratabas de regresar cada fin de semana o que buscabas a aquellos amigos que también se habían venido a la capital, los buscabas para salir, aunque fuera al cine, o simplemente hablar, tomar un café. O que buscabas aunque fuera algo mínimo que te recordara ese lazo que no querías que se rompiera. Pero sí, volvés, de vez en cuando, cuando las obligaciones de tu nueva vida cotidiana te lo permiten. Volvés por que a pesar de todo siempre hay algo que te une al pueblo: la familia, amigos, tu casa.

Llegando al pueblo no podés resistir el sutil ataque de la nostalgia, porque ves siempre los lugares que tanto significaron durante mucho tiempo y te llegan los recuerdos amontonados en una masa gigantesca de caras, situaciones, noviecillas y palabras. Cosa curiosa también: no podés evitar sentirte como una especie de forastero. Ya no soportás el calor al que estuviste alguna vez habituado. O te encontrás a la gente que creció sin que vos estuvieras en el pueblo, y notás que no te reconocen, quizá pensarán "ahí va un josefino", y te dan ganás de detenerlos y decirles que no, que vos sos de aquí, que aquí creciste, que te acordás de cuando la iglesia no tenía esa decoración de mosaicos o cuando en esa esquina había una licorera de una china que vendía muy caro.

Y después te golpea la tristeza con su inmisericorde látigo, porque ves a la misma gente haciendo las mismas cosas en los mismos lugares de siempre. Ves que el progreso extravió el mapa con la localización del viejo pueblo, que no hay oportunidades de trabajo, que la pobreza se acomodó como en casa, que la droga y la delincuencia se disputan los primeros lugares en popularidad. El tiempo, seguramente, acabó por quedarse dormido en medio del sopor, y dejó de avanzar. Está tan detenido, que se te dificulta caminar.

Con sorpresa encontrás viejos amigos de infancia y te asombra ver que no han cambiado, que son los mismos. O quizá no te asombra, no lo sabés. Ves que te hablan y vos contestás, y ellos son los mismos, pero vos no, vos has cambiado. Entonces sentís que la conversación está llevándose a cabo a través de algún extraño canal interespacial que comunica a dos mundos opuestos. Te pasa siempre, te pasó con aquel compañero de escuela a quien cruelmente le habían apodado "pichita" por su pequeño tamaño. Tantos años después y aún la gente le sigue llamándo así, él terminó por aceptarlo, resignado. Pero ya ves, sigue ahí, es el mismo, se acuerda de cosas que vos habías enterrado por pura negligencia mental. Él no pudo terminar de estudiar, tiene un duro trabajo en el casi único lugar donde se puede trabajar en el pueblo, no tuvo las oportunidades que vos tuviste, no, vos tenés tu educación universitaria, tu trabajo de oficina bien pagado. La voz y la cara de tus amigos son los últimos enviados de un pasado que agota sus decaídas gestiones diplomáticas.

Es tu pueblo pero ya no es tu pueblo.

Y cuando finalmente te vas y emprendés el regreso, te traicionás a vos mismo y ves hacia atrás, como despidiéndote, y te ha pasado, no podés decir que no, que te ponés a cantar aquella canción de José Feliciano: "pueblo mío que estás en la colina, tendido como un viejo que se muere..."

viernes, 7 de agosto de 2009

Miopía cultural

Ortega: ¡Hemos de hacer hincapié en el tema cultural, y cuando hablo de cultura, hablo de una cultura con 'Q' mayúscula!

La anterior frase proviene de una de mis parodias favoritas creadas por Les Luthiers: (bis) Vote a Ortega (música proselitista). En ella, el candidato presidencial, Ortega, da un discurso ante sus seguidores previo a las elecciones nacionales. Y si bien es cierto la frase tiene matices comiquísimos, también lo es que de una u otra forma es un reflejo de una triste realidad latinoamericana, que me gusta llamar miopía cultural.

Pero ¿quién es que sufre de tal padecimiento visual? En primer lugar, los gobiernos. Y he de agregar: las políticas que ponen en práctica. Basta con tomar como ejemplo el mero asunto del enredo presupuestal. Nunca se destina el dinero suficiente como para incentivar la creación cultural autónoma y de calidad, en cualquiera de sus ramificaciones. Esto es algo cierto tanto en el gobierno central como en las administraciones municipales. Acá por supuesto estoy refiriéndome al caso costarricense, el cual tengo la oportunidad de vivir día a día. Sin embargo el asunto no varía mucho en otros países del continente, especialmente en aquellos donde en tiempos pasados duras dictaduras militares reprimían muchas de las manifestaciones culturales salidas de los pueblos.

Pero más allá de la manera en que se administra el dinero se encuentra también la actitud con la cual se asume la cuestión. Aquí debo aclarar que al hablar de cultura el término no se circunscribe únicamente a las manifestaciones artísticas, pues también debe tomarse en cuenta las diversas expresiones culturales que pueden existir en un país. Es bien conocido que la cultura "oficial" en Costa Rica es por mucho vallecentrista, es decir, que muchos de los ricos aportes de otras regiones del país han quedado siempre opacadas o dejadas en el olvido. Tal es el caso de la cultura afrocaribeña, o también el de la herencia indígena en nuestro territorio. Las leyes del país y los programas de estudio en el sistema educativo público son claros ejemplos de esta exclusión.

El tercer pilar de esta miopía severa tiene su asidero en la proliferación de los vicios propios de la política: corrupción, compadrazgos, prioritización de intereses personales o partidistas, ambiciones electorales... En los últimos meses hemos visto como esto se ha manifestado en el escenario nacional: renuncias en importantes puestos de las ramas culturales, el cierre del Moderno Teatro de Muñecos en la antigua aduana, el próximo desalojo de los artesanos de la calle 13bis y el completo olvido de la Ley de Desarrollo Autónomo de los pueblos Indígenas de Costa Rica, sepultada desde hace 15 años en algún rincón de la Asamblea Legislativa. Aunque aplaudo por ejemplo la iniciativa de los Martes al mediodía en el Teatro Nacional, la inconsistencia y contradicciones saltan a la vista.

Afectada por esta enrevesada administración de la cosa cultural, la gente anda por las calles como miope que ha perdido sus gafas, incapaz de ver más allá del bombardeo mediático y publicitario de la vida moderna. Cierto que hay esfuerzos que surgen de las iniciativas privadas, las asociaciones culturales o los grupos de creación independientes, pero estas muchas veces chocan con un gran muro conformado por todo lo mencionado en los anteriores párrafos.

Evidentemente no toda la responsabilidad debe recaer sobre el estado, esto significaría caer en el asistencialismo ya agotado luego de tantos años. Pero por otra parte el estado no debe ser agente entorpecedor en el proceso de empoderamiento del pueblo sobre su propio desarrollo cultural. He ahí la clave para corregir esta pesada y cansada vista nublada que nos entorpece el camino.