lunes, 31 de mayo de 2010

Hildegardo y el golfo*

Esta vez (cosa rara) se encontraba particularmente calmo, como hacía muchos años no se daba. Le extrañó no sentirse embargado por alguna sensación de alegría intensa, entre tanta marea tumultuosa y tormentas últimamente había llegado a anhelar este momento de paz. Y aún así, la tranquilidad no le movía ni una sola fibra de su alargada extensión. Pero bueno, ahí estaba otra vez el drama innecesario, ya se lo había auto recriminado en otra ocasión. Él, el golfo de México, tan grandecito y experimentando ataques de ansiedad. Se decidió finalmente por relajarse y disfrutarlo, ignorando la creciente emoción que le comenzaba a asaltar: la de que algo malo estaba a punto de suceder.

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Hildegardo pudo haber sido perfectamente hijo del mar pero en lugar de eso fue hijo de un hombre y una mujer como lo mandan las reglas de la naturaleza. La sangre olmeca que recorría sus venas en una especie de resquicio histórico (como a todos los veracruzanos) le había permitido aprender su oficio con singular presteza. Salir al golfo por las mañanas y pescar le era tan natural como pestañear o bostezar a altas horas de la noche. Su conocimiento de las minuciosidades del océano era tan exacto que llegaba a los límites de lo incompresible para los habitantes del puerto. Sí, Hildegardo pudo haber sido perfectamente hijo del mar pero en lugar de eso tuvo que conformarse con ser llamado así por sus coterráneos.

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No, no era una manía estúpida. Muchas veces se intentó convencer de lo mismo. Quizá era paranoia pero es que últimamente estaban ocurriendo tantas cosas… La pesca industrializada y brutal, la basura acumulada por millones de toneladas, los desechos tóxicos. Claro que tenía razones de sobra. Y aún así, seguro que se fijaría y todo estaría bien, muy bien, todo plácido y sin problemas. No, desafortunadamente no era una manía estúpida, porque cuando por fin alzó la vista lo que vio le horrorizó por completo.

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Hildegardo, el jarocho, el aventurado pescador, el hijo del mar, no tenía más complicaciones para su trabajo matutino que la de esperar la marea adecuada. Era tan seguro de sí mismo y de lo que sabía del mar que ni siquiera echaba un vistazo: simplemente sabía cuando era el momento oportuno, corría la voz entre sus compañeros y luego entre todos empujaban la pequeña embarcación hacia las pequeñas olas que rompían cerca de la orilla hasta que la corriente finalmente les permitiera encender el motor fuera de borda y zarpar hacia lo profundo de las zonas de pesca permitidas. El porqué esa mañana sí había mirado hacia el horizonte nunca se supo, pero en todo caso él habría preferido no hacerlo, porque cuando alzó la vista lo que vio le horrorizó por completo.

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La mancha negra era muy engañosa porque avanzaba lentamente pero inflingía poderosas heridas sobre el agua marina. Todo a su paso se iba quedando sin vida, nada escapaba a su viscosa red. Nada, mucho menos el golfo, quien conocía por primera vez en su historia la sensación de frustración. Jamás las ganas de huir habían sido tan cruelmente aplastadas por un inevitable sentido de realidad: el mar está donde está y no se puede mover. Si hubiera podido llorar lo habría hecho derramando lágrimas saladas con olor a petróleo.

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A Hildegardo sus compañeros de pesca lo recogieron del lugar donde cayó después del desmayo. Ignorando por un momento las noticias en la radio sobre el derrame, decidieron llevar al hombre al hospital de inmediato. Además del susto del repentino desvanecimiento, los pescadores iban rezándole a todos los santos posibles porque Hildegardo inconsciente y todo, estaba llorando lágrimas saladas con olor a petróleo.

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Secarse. Esa era quizá la única solución ante esta angustia, esta tortura parsimoniosa. Secarse del todo, dejar que el sol absorba cada gota de agua hasta no dejar más que un cráter gigantesco de arena. Evaporarse. Dejar que se consuma su existencia en un abrir y cerrar de ojos. ¿Quién podría poner un alto a su sufrimiento, a esta cruel vejación? ¿Quién podría detener la mancha negra y voraz? Al parecer, tan solo el dulce alivio del fin de la existencia.

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Los doctores estaban perplejos, y no por la lágrimas que brotaron de los ojos del pescador, porque esas no las alcanzaron a ver, si no por las cicatrices que aparecían paulatinamente sobre el cuerpo de Hildegardo. Algunas parecían antiguas, cierto, pero conforme avanzaban las horas otras con aspecto reciente se formaban en las dimensiones de la piel de aquel hombre desfallecido. La madre de Hildegardo llegó al hospital y de rodillas le imploró a los médicos que de una vez por todas pusieran un alto al sufrimiento de su hijo.

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Decidirse a morir no es fácil, conlleva una complicada maraña de sensaciones. Por el contrario, el acto de morir tiene una simpleza extraordinaria. Bastó un breve instante, y en un suspiro la última ola llegó, inerte, a acariciar sin vida la orilla de la costa.

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No fue fácil para los doctores el dejar morir a Hildegardo, pero después de todo no tenían otra opción. El respirador era lo único que lo mantenía atado a este mundo. Bastó una autorización firmada por sus familiares. Su madre, sentada junto a la cama del hospital, fue testigo de cómo el último suspiro, inerte, le acarició sin vida el rostro humedecido.

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Ya el golfo no es el Golfo de México sino que la gente ahora le llama El Golfo Muerto, y no tiene ni olas, ni corrientes, ni vida. Los intentos de explicación por parte de los científicos han ayudado a incrementar la mitología local. La teoría más aceptada entre los pobladores (aunque rechazada por los eruditos) es que el mar se dejó morir porque no podía soportar vivir sin su hijo predilecto.

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Ya el cuerpo de Hildegardo reposa bajo tierra y en su lápida reza la leyenda “El hijo del mar”. Todo mundo hizo conjeturas acerca de su extraña muerte, conjeturas que han ayudado a alimentar la mitología local. Su madre, invadida de una certeza contagiante, no deja de contarle a sus amigas cercanas, en secreto, de cómo su hijo se dejó morir porque no podía soportar vivir sin su amado padre.

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* Cuento inspirado en los lamentables hechos recientes acaecidos en el Golfo de México con el gigantesco derrame de petróleo de la compañía BP.

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