Yo sabía que tenía que estar complemente roto por dentro porque no sentía absolutamente nada. En primer lugar, la embestida del camión fue brutal (ni el chofer me vio a mí ni yo lo vi venir a él). Segundo: había sangre por todas partes, había caras de gentes con los ojos bien abiertos sin poder explicarse cómo era que aún estaba vivo, había partes de mi cuerpo en posiciones inverosímiles, como si todo yo fuera un saco desgarrado. Pero no sentía nada, era como si me hubieran desconectado los sentidos. No había zumbidos, ni cosquillas, ni dolor, ni nada. Aún no sé porqué pero casi inmediatamente me empeñé en tratar de averiguar adónde habría ido a parar la enchilada de papa que acababa de comprar. Eso era quizás lo más estúpido de todo, estaba yo ahí tirado, un despojo de carne y huesos, poco menos que un hálito de vida, y solo pensaba en la enchilada, la que acababa de comprar aún calientita, con la que incluso había soñado esa mañana antes de despertar, la que me sirvieron con un par de servilletas y una sonrisa. Ni una señal de ella, habría ido a parar a una alcantarilla, al hocico de un perro o a las manos de algún indigente.
Me sirvió de consuelo, tonto por lo demás pero consuelo al fin, el que la dependiente de la panadería de la esquina le gritara a sus compañeras con un terror muy honesto (la misma franqueza con la que reparte sonrisas, probablemente): "¡atropellaron al muchacho guapo!".
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