En las mañanas a veces me pasa que abro los ojos y vos estás durmiendo ahí, junto a mí, y te veo. Te veo bien, enterita, con tu cara de laguna plácida. Sí, te veo bien, pero no sé quién sos, no te reconozco. Elongada, misteriosa, profunda. Sos como esos pasillos de las películas de Kubrick que la cámara recorre lentamente mientras se va construyendo el suspenso o la angustia: Nunca se sabe qué hay al final. A decir verdad, en momentos así nunca se sabe que hay ni al inicio, ni a la mitad del recorrido. Sos una extraña durmiendo junto a mí, a medio vestir, con el cabello alborotado y una curiosa semisonrisa dibujada en tus cejas arqueadas. Estás en mi cama –nuestra cama- y cambiás de posición para evitar el escrutinio del leve rayo de sol que sobrepasa la barrera de las cortinas, pero yo no entiendo tus movimientos ni conozco su raíz. Olvido todo: el color de tus ojos, el sonido de tu voz, el tono de tu risa. No recuerdo dónde nos conocimos y no entiendo qué hacés aquí, tan apropiada de este espacio, tan dueña de la mitad de este país llamado habitación.
No sé quién sos.
Trato de adivinar adónde llevan esos pliegues de piel que se forman cerca de tus rodillas, pero me desconcentra el poder de tu implacable anonimato.
Entonces cierro los ojos fuertemente por unos segundos, y cuando los abro de nuevo, ya sos vos otra vez.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario