Pocos ambientes son tan pintorescos como la fila para un concierto. Perdón, voy a reformular: Pocos ambientes son tan pintorescos como la fila para un concierto en Costa Rica. Si alguna vez aflora aquel sempiterno estado del puravidismo es definitivamente en esas horas previas en las que se aguarda pacientemente frente al recinto que albergará el recital. Poco importa el género musical o la hora de la actividad, siempre queda espacio para un poco de camaradería, vacilón y chota muy al estilo made in tiquicia.
La última experiencia masiva que dejó esto muy en claro aconteció el pasado 20 de noviembre, cuando llegó el día del tan esperado concierto de Pearl Jam en suelo costarricense. En las inmediaciones del Estadio Nacional nos congregamos miles de personas dispuestos a disputar un campo privilegiado en el área de gramilla (mal llamada VIP). Dado que fue un domingo, la fila ya alcanza unos 500 metros cuando yo llego. Tengo que hacer un gran recorrido para poder encontrar a mi amigo Beto, que ha llegado antes, y conforme avanzo desfila ante mí un variopinto menú de personalidades. Los fans de hueso colorado con sus camisetas simbólicas, los que apenas conocen 2 o 3 canciones y que llevan camisetas de producción masiva, las chicas en tacones que parecen no pertenecer al ambiente, algunos grupos provenientes de otros países, los infaltables revendedores y su espíritu de buitres al acecho, los recolectores de latas de alumnio, los vendedores de capas de procedencia china y materiales de calidad dudosa, y bueno, los vendedores de casi cualquier cosa: chicles, confites, chocolates, patí, cigarros, cervezas y hasta... pachas de guaro. En efecto, un señor cincuentón pasa por la fila como quien no quiere la cosa, con un sospechoso bulto al hombro. De él saca, una vez lejos de las miradas de las autoridades, algunas cuartas de ron y guaro que anuncia en un precio (no podía ser de otra forma) inflado. Precio que al fin y al cabo a las gargantas sedientas de alcohol no parece importarles mucho. Sucede lo mismo con las cervezas y los cigarros, cotizadísimos artículos que incluso en algunos momentos llegan a estar escasos. Lo curioso con esto, por otro lado, es que los precios se prestan para la especulación. Ni las mismísimas bolsas de valores tienen tanto vaivén como sucede con el costo de las cosas durante las horas previas al concierto. Cerca de la hora del almuerzo la comida tiene un costo gourmet, cuando llueve las capas chinas aumentan mágicamente de precio y dejan de estar en 2x1, y ni qué decir de las entradas en reventa para el chivo; están más cercanas a la estratosfera que a los bolsillos de cualquier pobre mortal. Sin embargo cuando ha pasado la lluvia las capas se ofrecen en ofertas ridículas, cuando abren las puertas y la fila avanza la comida casi que se regala, y cuando ya ha empezado el concierto las entradas (a veces) se pueden conseguir hasta en un 50% menos del costo original.
Pero bueno, la gente lidia con todo esto con un humor increíble. La camaradería se hace presente y es fácil ver a dos desconocidos haciendo banca para comprar unas capas a medias. Algunos se inmiscuyen en la conversación de quien tienen a la par sin pedir ningún tipo de permiso (sí, Johnny, estoy hablando de vos, cuarentón simpático), sobre todo cuando el tema tiene alguna relación con la banda que estamos a pocos horas de ver en vivo. Poco a poco los grupos de extraños departiendo va creciendo hasta el punto en que las risas y las bromas se hacen notorias. Algunas personas son blanco fácil, como por ejemplo el señor que vende capas y augura todavía 3 aguaceros más, o los grupos de féminas que tienen la desgracia de pasar frente a los grupúsculos de machos. Debe ser el comportamiento de manada, o quizás la necesidad de alivianar las horas de tensión y de cansancio que ha provocado la larga fila. Nadie ejemplifica esto mejor que Víctor, un joven de Aserrí que hace fila desde temprano junto a su hermano. Llevan una bolsa con comida (hamburguesas), cervezas y una pacha de guaro. Están de buen humor y pronto se hacen amigos nuestros y de un grupo de panameños que viajaron para el concierto. Su caso no sería nada extraño excepto por el hecho de que a Víctor no le corresponde hacer fila allí, pues compró una de las localidades más baratas, y numerada. O sea que si quisiera podría llegar al estadio a las 9 de la noche sin pasar por ninguna incomodidad. Pero dice que a él no le importa, ya que "la gente pichuda está aquí", y aunque la plata no le alcanzó para la entrada más cara, jamás se perdería el ambiente previo. ¿Estaría hablando en serio? Contó la anécdota de otro concierto en donde hizo exactamente lo mismo, así que por lo menos despierta el beneficio de la duda. Ya han abierto las puertas y la fila se mueve, y Víctor queda atrás pues sigue congeniando con otra gente de la fila a quienes en su vida ha visto. Me hubiera gustado saber qué pasaba con él y su hermano, pero una vez que hemos cruzado el primer puesto de seguridad solo pensamos en correr para, luego de haber evacuado la vejiga, conseguir el mejor lugar posible frente al escenario. Pero eso, eso ya es otra historia.
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