lunes, 11 de febrero de 2013

Aroma de asesino*

*(Adelanto del libro "Esdrújula es una palabra esdrújula". EUNED, 2013).

Fue muy confuso y doloroso el episodio que marcó nuestro primer encuentro. No sé cómo e ignoro aún por qué él había llegado hasta ese refugio de cartón que nuestra madre había encontrado en medio de aquel charral abandonado. Ahí a duras penas ella nos alimentaba a mis dos hermanos y a mí con lo que podía conseguir. El muy salvaje nos había encontrado y reclamando un espacio que aseguraba como suyo, actuó con violencia extrema sin la más mínima consideración. Primero la emprendió a patadas contra mi madre. Tres golpes secos sobre su estómago fueron suficientes, la pobre estaba tan débil que no pudo soportar un ataque tan bestial: ahí quedó tendida sobre el suelo mientras mis hermanos cerca de ella lloriqueaban impotentes y yo, escondido tras una de las paredes de cartón, miraba aterrado la escena. Luego el homicida la emprendió a machetazos sobre los cuerpos de mis hermanos, que poco pudieron hacer. Quedaron derrotados en el suelo en medio de un baño de sangre. Con satisfacción en sus gestos el hombre se retiró, mientras yo en medio de mi desenfreno de horror fui incapaz de recordar su cara. Pero su olor, ese sí que se me quedó grabado. Era un olor penetrante, ácido, corrosivo. Era el olor del asesino.

 Fue difícil armarme de valor para salir de mi escondite y dejar aquella escena de espanto. A mi corta edad tuve que enfrentarme al asesinato de mi familia y luego a la cruda realidad de la calle. No sabía yo nada de esta, y eso me costó sufrimientos extremos durante los primeros años. Especialmente el hambre era algo horrible, inimaginable. Fue más el instinto que otra cosa el que me ayudó a descubrir que dentro de las bolsas de basura podía encontrar algo de comer. No siempre en buen estado, nunca de la mejor calidad, pero comida al fin y al cabo. Con el tiempo aprendí observando a otros también destinados a la calle el delicado arte de mendigar por alguna cosa medianamente comestible.

Después supe encontrar un nuevo refugio donde ponerme a salvo de los aguaceros y del frío de la noche. Regresando ahí uno de tantos días lo encontré por segunda vez. Su rostro aún lo veía borroso pero su olor sí que era inconfundible: penetrante, ácido, corrosivo. No cabía duda de que era él. Sentí tanta rabia, primero por todo lo que el malnacido había hecho y segundo porque el tiempo no había hecho justicia. En la ingenuidad de mis primeros años yo pensaba que alguien capaz de asesinar a sangre fría debía pagar en vida por su crimen. Pero no, ahí estaba el hombre que me había dejado sin familia, saludable, feliz, vivo aún. Todo dentro de mí vibró en un ataque de cólera repentino, y a pesar de saberme en desventaja por mi corta edad y mi tamaño quise perseguirlo y hacerle pagar, con la mala fortuna de que un automóvil me golpeó mientras atravesaba la calle. En medio de la confusión y este nuevo dolor lo perdí de vista. Se había alejado para continuar su vida vacía de arrepentimiento.
 
Desde aquel episodio renqueo y probablemente hace mucho habría muerto de no ser por el compañero que el destino me puso en el camino. Pasé varios días en mi refugio entregado al sufrimiento de los golpes por el atropello, hasta que quien se convertiría en mi socio de la calle se apareció, buscando también un lugar para guarecerse. En mi debilidad era incapaz de defender mi espacio así que se instaló mientras yo presentía lo peor. Pero no sucedió nada terrible, antes bien, cada día mi nuevo acompañante me llevaba algo de comer de lo que podía conseguir en las calles. Más que la comida, lo que me ayudó en la recuperación fue la fortaleza de aquel buen gesto. 

Comenzamos a patrullar juntos las calles en una sociedad que nos daba buenos resultados. Así pasaron los años hasta que fortalecidos por la edad y por el crecimiento de nuestros cuerpos decidimos ampliar nuestro radio de acción en busca de mejores condiciones y, sobre todo, más lugares donde conseguir comida.

Fue en una de estas expediciones cuando lo encontré por tercera y última vez.

No había cambiado mucho, no podía existir manera en que el muy desgraciado pudiera disfrazar su horripilante olor: penetrante, ácido, corrosivo. Exploté internamente de nuevo, pero esta vez la madurez me permitió actuar con mente calculadora. Evalué mi situación: ya había alcanzado un tamaño considerable así que la lucha sería pareja. No había muchos automóviles cerca puesto que era una calle poco transitada. Y sobre todo, el tipo estaba desprevenido, con la guardia baja. Justo como lo quería encontrar. Mi compañero intuyó la bronca y se retiró despacio, sin chistar. Esto no le concernía. Arrastró sus cuatro patas lo más lejos y lo más rápido posible.

Yo por mi parte emprendí la carrera y ni siquiera ladré para avisar de mi ataque. Salté lo más alto que pude y hundí mis colmillos gastados en su cuello, que se iba desangrando mientras la gente alrededor gritaba desesperada que se lo quiten, que le quiten a ese perro de encima, que lo está matando.

sábado, 2 de febrero de 2013

Periplo con bacinilla

Pocas son las cosas que uno puede recordar de su infancia temprana. Y cuando se logran evocar, curiosamente aparecen como en medio de ese tratamiento que en las series de comedia estadounidenses se le da a las escenas sobre sueños. Ya saben, envueltas en una especie de niebla, con los sonidos algo lejanos, las imágenes ligeramente difusas.
 
De todo lo que me pudo haber sucedido cuando tenía dos años, solo hay una cosa que no ha evadido mi memoria por completo. Llega, eso sí, como una colección de hechos inconexos, conjuntados por extraños fade in-fade outs de cámara, envueltos en niebla. Los sonidos lejanos, las imágenes difusas. Primero, mi papá me regaña con dureza (por alguna razón imposible de ubicar). Luego su espalda (tan solo la espalda) mientras sale de su propia habitación, donde yo estoy tirado en la cama de mis padres, boca abajo, gimoteando, completamente resentido. A continuación una imagen fuerte (que extrañamente veo desde fuera de mí): gestos de resolución en un niño pequeño, de escasos dos años, gestos que lo hacen levantarse intempestivamente, acompañado de una decisión que está muy por encima de su madurez emocional. El pequeño, rebelde con menos de un metro de altura, decide huir de su casa. Pero no lo hace con sus manos vacías: Va a su cuarto y toma lo que inexplicablemente ve como la única posesión que necesita para iniciar su periplo, su propia lanza en astillero. Así es, el niño saca de debajo de su cama... una bacinilla. Roja. Sin ningún contenido (valga la aclaración).
 
Y corre, huye de su casa, con el enojo como su escudo de armas. Pero no llega lejos. No puede, porque a los dos años el mundo es inmensamente incomprensible, inexplorado, hostil. Reconoce la pulpería de la esquina, y se sienta en la banca de madera que está afuera del establecimiento. Y ya no sabe hacia dónde ir y mucho menos cómo volver a casa, y el miedo se le pega como el polvo que el viento levanta en aquellas calles sin pavimento. Comienza a llorar amargamente, aferrado aún a la bacinilla, convencido de haber cometido un gran error pero al mismo tiempo sin saber exactamente qué es esa punzante sensación que le abruma, ni qué son esos gigantes que lo golpean como con aspas, una y otra vez.
 
No sé si la gente que se encontraba en el abastecedor reaccionó de alguna forma a mi llanto nada sutil, porque como emergiendo de la nada apareció mi papá, muerto de risa. En realidad me había estado siguiendo todo el tiempo, entre la curiosidad y el sentido de protección paternal. Aún riendo a más no poder me tomó en sus brazos y me llevó de vuelta. Yo me pegué a su cuerpo para sacarme de encima el terror, mientras cuidaba que la bacinilla no resbalara de mi mano. Nunca más volví a huir de casa.
 
No podría yo elaborar sobre qué nivel simbólico le otorgaba mi psique a aquel instrumento comúnmente visto con malos ojos (después de todo, es el recipiente para las más asquerosas deposiciones humanas). Pero puedo afirmar que la experiencia me marcó fuertemente para el resto de la vida, y me enseñó que, a veces, cuando uno pierde el camino, siempre hay algo a qué aferrarse, y siempre hay alguien querido dispuesto a llevarte a casa.