Pocas son las cosas que uno puede recordar de su infancia temprana. Y cuando se logran evocar, curiosamente aparecen como en medio de ese tratamiento que en las series de comedia estadounidenses se le da a las escenas sobre sueños. Ya saben, envueltas en una especie de niebla, con los sonidos algo lejanos, las imágenes ligeramente difusas.
De todo lo que me pudo haber sucedido cuando tenía dos años, solo hay una cosa que no ha evadido mi memoria por completo. Llega, eso sí, como una colección de hechos inconexos, conjuntados por extraños fade in-fade outs de cámara, envueltos en niebla. Los sonidos lejanos, las imágenes difusas. Primero, mi papá me regaña con dureza (por alguna razón imposible de ubicar). Luego su espalda (tan solo la espalda) mientras sale de su propia habitación, donde yo estoy tirado en la cama de mis padres, boca abajo, gimoteando, completamente resentido. A continuación una imagen fuerte (que extrañamente veo desde fuera de mí): gestos de resolución en un niño pequeño, de escasos dos años, gestos que lo hacen levantarse intempestivamente, acompañado de una decisión que está muy por encima de su madurez emocional. El pequeño, rebelde con menos de un metro de altura, decide huir de su casa. Pero no lo hace con sus manos vacías: Va a su cuarto y toma lo que inexplicablemente ve como la única posesión que necesita para iniciar su periplo, su propia lanza en astillero. Así es, el niño saca de debajo de su cama... una bacinilla. Roja. Sin ningún contenido (valga la aclaración).
Y corre, huye de su casa, con el enojo como su escudo de armas. Pero no llega lejos. No puede, porque a los dos años el mundo es inmensamente incomprensible, inexplorado, hostil. Reconoce la pulpería de la esquina, y se sienta en la banca de madera que está afuera del establecimiento. Y ya no sabe hacia dónde ir y mucho menos cómo volver a casa, y el miedo se le pega como el polvo que el viento levanta en aquellas calles sin pavimento. Comienza a llorar amargamente, aferrado aún a la bacinilla, convencido de haber cometido un gran error pero al mismo tiempo sin saber exactamente qué es esa punzante sensación que le abruma, ni qué son esos gigantes que lo golpean como con aspas, una y otra vez.
No sé si la gente que se encontraba en el abastecedor reaccionó de alguna forma a mi llanto nada sutil, porque como emergiendo de la nada apareció mi papá, muerto de risa. En realidad me había estado siguiendo todo el tiempo, entre la curiosidad y el sentido de protección paternal. Aún riendo a más no poder me tomó en sus brazos y me llevó de vuelta. Yo me pegué a su cuerpo para sacarme de encima el terror, mientras cuidaba que la bacinilla no resbalara de mi mano. Nunca más volví a huir de casa.
No podría yo elaborar sobre qué nivel simbólico le otorgaba mi psique a aquel instrumento comúnmente visto con malos ojos (después de todo, es el recipiente para las más asquerosas deposiciones humanas). Pero puedo afirmar que la experiencia me marcó fuertemente para el resto de la vida, y me enseñó que, a veces, cuando uno pierde el camino, siempre hay algo a qué aferrarse, y siempre hay alguien querido dispuesto a llevarte a casa.
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