lunes, 23 de diciembre de 2013

Como los cameos de Hitchcock


Ya yo te había explicado lo que es un cameo, pero cómo cuesta con vos. Si no me ponés atención ¿cómo esperás que te pueda decir las cosas claramente? Ya sé que detestás mis analogías, no creás que no me doy cuenta. Pero entendélo, esta es mi manera de comunicarme, no conozco otra. Vos siempre lo has sabido.

Y bueno, va otra vez, te digo, al tipo le gustaba salir en todas sus películas, haciendo personajes pequeñísimos y casi insignificantes. Hay unos memorables como en life boat, donde sale en un anuncio del periódico… ¿Me entendés? A sus fans les fascina, se pasan escrutinando los filmes para detectar el momento en que aparece el maestro.

¿Te das cuenta ahora? Por eso te lo decía. Vos sos mi Hitchcock. Siempre has estado ahí, en todo momento, desde que nos conocimos chiquitillos en el barrio, cuando fuimos al cole juntos (que no me dabas pelota, por cierto). En las fiestas de reunión de los compas de quinto, en los matrimonios, en el entierro de los viejitos aquellos de la casa amarillo huevo que fallecieron uno después del otro, casi al mismo instante ¿Te acordás? Ese día fuimos por un café y hablamos como tres horas de ellos  y de lo bonito que sería morir así, junto a la persona que uno ama. Y que después yo te confesé que ese día había dicho un montón de culioladas solo porque la verdad me tenías loco desde hace tiempo, y vos te enojaste al principio pero luego te pareció lindo, y ahí fue donde comenzamos a salir y luego todo fue muy rápido, buscar este aparta, mudarnos juntos… Anoche nos dijimos cosas muy feas, lo sé, y entiendo porqué querés hacer lo que querés hacer.


Pero es que vos sos mi Hitchcock. Por eso no te podés ir.  

viernes, 20 de septiembre de 2013

Regina Spektor comiendo pollo frito en el bus.

No me jodan. Ustedes no saben lo que es estar muriéndose de hambre y llegar al final del día con tan solo mil colones en la bolsa, encima sabiendo que faltan unas dos horas para que el bus llegue a la casa. Eso es lo que tuve que haberles dicho; eso, levantarme, ir hacia sus asientos y decírselos. Pero no tuve fuerzas en ese momento: alguna pereza residual habrá sido. Aunque sí me les quedé viendo largo y tendido con algo de saña, par de mocosos pseudo-agrupados en sus pseudo-tribus urbanas. Desechos postmodernos de la falta de identidad, meros productos de la artificialidad de la internet. Se creen muy avant-garde con sus looks vintage, su musiquita indie, su apertura y su mentalidad progresista. Siempre me colman el salón de clase, se hunden en los pupitres y no sueltan el celular o la tablet (o ambos) viéndonos a todos los demás por encima del hombro, como en ese momento justamente en que se burlaban de la señora que hacía magia con la porción de pollo frito que había comprado en la parada. Cierto, aquello fue la multiplicación de las pechugas: Comía ella, su hijita de unos dos años y su otro hijo en esa edad que en las nuevas generaciones resulta tan molesta, esa que no es ni infancia ni adolescencia si no que es como algo robado, un agujero amargo, un árbol que cae en el bosque vacío. Pues eso, comían los tres a duros penas y sí, es cierto, gracias a las labores de repartición todo el bus olía a cocina descuidada de restaurante chino, y  sí, es cierto, yo también vi a la señora limpiarse la (excesiva) grasa del pollo con las cortinas del bus, y sí, también noté como el pre-adolescente masticaba ruidosamente con la boca abierta. Pero ¿y qué? ¿No es que son muy tolerantes, muy conscientes de la realidad social? Pero no, ahí estaba los dos mocosos, aspirantes a remedo de hispters, desperdicios de interacciones sinápticas, ahí estaban, burlándose de la pobre señora y de sus retoños. Ah, y encima ¡encima! los señores distinguidos venían escuchando música de su celular a todo volumen, algo que yo consideraba exclusivo de los descerebrados que se adscriben a esa basofia que llaman reggaetón. Regina Specktor. Eso sonaba (la conozco porque tengo una extraña fascinación con artistas de origen ruso que logran triunfar en el mercado norteamericano - es una larga historia). Ahora que lo pienso tal vez eso fue lo que me calmó un poco, la música. O el sueño. La música, el sueño, los resquicios de pereza. No sé.

Y luego pude haber cerrado los ojos inmediatamente pero en lugar de eso los dejé abiertos unos cuantos segundos más. Son de esos impulsos raros que tiene la vida, inexplicables para mí. Es una sútil traición de la voluntad, un desplante psíquico, una malacrianza sensorial. Llámese como se llame, pude presenciar cuando todo se salió de control: La señora del pollo estaba enfrascada con los últimos huesos. Fue tanto su afán por lograr una equidad en la repartición que al halar una parte de la otrora criatura viviente, un pedazo de la piel fue caer justo sobre el zapato izquierdo de uno de los muchachos. La piel era un derroche de grasa y resbaló lentamente, como una babosa cuando le tiran sal encima y decide arrastrarse para salvar su vida. La discusión arrancó de inmediato: el atacado con el misil grasiento estaba ofendidísimo y lanzaba improperios a la pobre señora, quien, enjuta, se debatía entre reírse o preocuparse por la reacción del muchacho. La niña estaba asustada y había dejado de comer. El pre-adolescente seguía masticando ruidosamente con la boca abierta, aunque más lentamente, con mirada calculadora. Mientras tanto la Spektor escuchaba voces en su cabeza y yo pensé en ella. La imaginé en un autobús allá en la lejana Moscú, no con nueve años apenas sin saber en qué rayos le afectaba la bendita perestroika, si no ya mayor, con sus treinta y tantos encima, y preocupada por no tener muchos rublos en la cartera, con el hambre rebotándole en los nervios, comiéndose una porción de pollo frito bajo la mirada estricta de los demás pasajeros, enjugando la grasa que le baja hasta los codos: Feliz. Así que me dio tanta rabia que me levanté y sí, lo hice, llegué hasta donde el tipo que se molestó por la interrupción de su desahogo, tomé con mis manos el trozo de piel de pollo y sí, se lo restregué en la cara como si estuviera borrando una respuesta incorrecta en un examen. Aquello fue la peor ofensa, el otro se me vino encima, la mayoría de los golpes mal calculados, zafarrancho total, escándalo. El olor a grasa reciclado más penetrante que nunca. Después lo que ustedes ya saben, el chofer (y luego la seguridad) me obligan a bajarme del bus, yo reclamo, que miren que es el último bus para el pueblo, que miren que yo me quedo tranquilo, que miren se estaba burlando de la señora, que miren ustedes son unos malparidos. Nada que hacer.

Logré que me vendieran la última porción de pollo que quedaba antes de que cerraran la parada.



jueves, 2 de mayo de 2013

Como la voz de la Bardot.



Te lo digo, todo mundo hablaba de sus bondades físicas. Que las piernas, que el culo de otro mundo, que las tetas sublimes. Un monumento de mujer, eso decían. Y bueno, yo lo sé porque mi papá siempre hablaba de ella, hasta el cansancio. A mí se me pegó la obsesión, no lo voy a negar. Cuando estaba chamaco mis compas del cole no entendían, ya sabés cómo cambia el ideal de belleza con el tiempo… En fin, me tiré todas sus películas gracias a la colección de papá. ¡Ja! Si supiera el viejo todo lo que influyó en mí para ser el cineasta frustrado dirige-comerciales-de-hamburguesas que soy ahora.

No sé si estaría orgulloso. Lo que sí sé es que todavía hablaríamos de la Bardot, y así como te lo digo a vos también se lo hubiera dicho a él: A mí lo que me encantaba era su voz. Sí, sí, esa voz, qué bárbara. Yo sé que no me creés, ni siquiera me lo tenés que decir, pero es muy cierto. Para mi ese era su mayor encanto. Por ejemplo, en “el desprecio” de Goddard, cuando llama a Paul – Paul, vien ici!- y el imbécil de Paul que iba, pero es que, decime vos, ¿quién se va a resistir a esos tonos como de flauta dulce? Ah, y después cuando a la tipa le dio por cantar ¡santísima! Como en aquella canción que no recuerdo el nombre pero que al final ella decía muy sugerente: plus fort, oh oui, plus fort!

Tu voz no es como la de la Bardot. Es más bien una convergencia de lo rasposo y lo chillón. Algo tenés de ella ¿sabés? El caminado grácil, los labios prominentes, la majestuosidad pretenciosa. Pero la voz, definitivamente no. Al principio no me importaba, pero con el tiempo me ha llegado a irritar mucho, especialmente cuando tenemos invitados y te da por hablar sin parar.

Y fue por eso que, anoche frente a todos, te mandé a callar.

lunes, 11 de febrero de 2013

Aroma de asesino*

*(Adelanto del libro "Esdrújula es una palabra esdrújula". EUNED, 2013).

Fue muy confuso y doloroso el episodio que marcó nuestro primer encuentro. No sé cómo e ignoro aún por qué él había llegado hasta ese refugio de cartón que nuestra madre había encontrado en medio de aquel charral abandonado. Ahí a duras penas ella nos alimentaba a mis dos hermanos y a mí con lo que podía conseguir. El muy salvaje nos había encontrado y reclamando un espacio que aseguraba como suyo, actuó con violencia extrema sin la más mínima consideración. Primero la emprendió a patadas contra mi madre. Tres golpes secos sobre su estómago fueron suficientes, la pobre estaba tan débil que no pudo soportar un ataque tan bestial: ahí quedó tendida sobre el suelo mientras mis hermanos cerca de ella lloriqueaban impotentes y yo, escondido tras una de las paredes de cartón, miraba aterrado la escena. Luego el homicida la emprendió a machetazos sobre los cuerpos de mis hermanos, que poco pudieron hacer. Quedaron derrotados en el suelo en medio de un baño de sangre. Con satisfacción en sus gestos el hombre se retiró, mientras yo en medio de mi desenfreno de horror fui incapaz de recordar su cara. Pero su olor, ese sí que se me quedó grabado. Era un olor penetrante, ácido, corrosivo. Era el olor del asesino.

 Fue difícil armarme de valor para salir de mi escondite y dejar aquella escena de espanto. A mi corta edad tuve que enfrentarme al asesinato de mi familia y luego a la cruda realidad de la calle. No sabía yo nada de esta, y eso me costó sufrimientos extremos durante los primeros años. Especialmente el hambre era algo horrible, inimaginable. Fue más el instinto que otra cosa el que me ayudó a descubrir que dentro de las bolsas de basura podía encontrar algo de comer. No siempre en buen estado, nunca de la mejor calidad, pero comida al fin y al cabo. Con el tiempo aprendí observando a otros también destinados a la calle el delicado arte de mendigar por alguna cosa medianamente comestible.

Después supe encontrar un nuevo refugio donde ponerme a salvo de los aguaceros y del frío de la noche. Regresando ahí uno de tantos días lo encontré por segunda vez. Su rostro aún lo veía borroso pero su olor sí que era inconfundible: penetrante, ácido, corrosivo. No cabía duda de que era él. Sentí tanta rabia, primero por todo lo que el malnacido había hecho y segundo porque el tiempo no había hecho justicia. En la ingenuidad de mis primeros años yo pensaba que alguien capaz de asesinar a sangre fría debía pagar en vida por su crimen. Pero no, ahí estaba el hombre que me había dejado sin familia, saludable, feliz, vivo aún. Todo dentro de mí vibró en un ataque de cólera repentino, y a pesar de saberme en desventaja por mi corta edad y mi tamaño quise perseguirlo y hacerle pagar, con la mala fortuna de que un automóvil me golpeó mientras atravesaba la calle. En medio de la confusión y este nuevo dolor lo perdí de vista. Se había alejado para continuar su vida vacía de arrepentimiento.
 
Desde aquel episodio renqueo y probablemente hace mucho habría muerto de no ser por el compañero que el destino me puso en el camino. Pasé varios días en mi refugio entregado al sufrimiento de los golpes por el atropello, hasta que quien se convertiría en mi socio de la calle se apareció, buscando también un lugar para guarecerse. En mi debilidad era incapaz de defender mi espacio así que se instaló mientras yo presentía lo peor. Pero no sucedió nada terrible, antes bien, cada día mi nuevo acompañante me llevaba algo de comer de lo que podía conseguir en las calles. Más que la comida, lo que me ayudó en la recuperación fue la fortaleza de aquel buen gesto. 

Comenzamos a patrullar juntos las calles en una sociedad que nos daba buenos resultados. Así pasaron los años hasta que fortalecidos por la edad y por el crecimiento de nuestros cuerpos decidimos ampliar nuestro radio de acción en busca de mejores condiciones y, sobre todo, más lugares donde conseguir comida.

Fue en una de estas expediciones cuando lo encontré por tercera y última vez.

No había cambiado mucho, no podía existir manera en que el muy desgraciado pudiera disfrazar su horripilante olor: penetrante, ácido, corrosivo. Exploté internamente de nuevo, pero esta vez la madurez me permitió actuar con mente calculadora. Evalué mi situación: ya había alcanzado un tamaño considerable así que la lucha sería pareja. No había muchos automóviles cerca puesto que era una calle poco transitada. Y sobre todo, el tipo estaba desprevenido, con la guardia baja. Justo como lo quería encontrar. Mi compañero intuyó la bronca y se retiró despacio, sin chistar. Esto no le concernía. Arrastró sus cuatro patas lo más lejos y lo más rápido posible.

Yo por mi parte emprendí la carrera y ni siquiera ladré para avisar de mi ataque. Salté lo más alto que pude y hundí mis colmillos gastados en su cuello, que se iba desangrando mientras la gente alrededor gritaba desesperada que se lo quiten, que le quiten a ese perro de encima, que lo está matando.

sábado, 2 de febrero de 2013

Periplo con bacinilla

Pocas son las cosas que uno puede recordar de su infancia temprana. Y cuando se logran evocar, curiosamente aparecen como en medio de ese tratamiento que en las series de comedia estadounidenses se le da a las escenas sobre sueños. Ya saben, envueltas en una especie de niebla, con los sonidos algo lejanos, las imágenes ligeramente difusas.
 
De todo lo que me pudo haber sucedido cuando tenía dos años, solo hay una cosa que no ha evadido mi memoria por completo. Llega, eso sí, como una colección de hechos inconexos, conjuntados por extraños fade in-fade outs de cámara, envueltos en niebla. Los sonidos lejanos, las imágenes difusas. Primero, mi papá me regaña con dureza (por alguna razón imposible de ubicar). Luego su espalda (tan solo la espalda) mientras sale de su propia habitación, donde yo estoy tirado en la cama de mis padres, boca abajo, gimoteando, completamente resentido. A continuación una imagen fuerte (que extrañamente veo desde fuera de mí): gestos de resolución en un niño pequeño, de escasos dos años, gestos que lo hacen levantarse intempestivamente, acompañado de una decisión que está muy por encima de su madurez emocional. El pequeño, rebelde con menos de un metro de altura, decide huir de su casa. Pero no lo hace con sus manos vacías: Va a su cuarto y toma lo que inexplicablemente ve como la única posesión que necesita para iniciar su periplo, su propia lanza en astillero. Así es, el niño saca de debajo de su cama... una bacinilla. Roja. Sin ningún contenido (valga la aclaración).
 
Y corre, huye de su casa, con el enojo como su escudo de armas. Pero no llega lejos. No puede, porque a los dos años el mundo es inmensamente incomprensible, inexplorado, hostil. Reconoce la pulpería de la esquina, y se sienta en la banca de madera que está afuera del establecimiento. Y ya no sabe hacia dónde ir y mucho menos cómo volver a casa, y el miedo se le pega como el polvo que el viento levanta en aquellas calles sin pavimento. Comienza a llorar amargamente, aferrado aún a la bacinilla, convencido de haber cometido un gran error pero al mismo tiempo sin saber exactamente qué es esa punzante sensación que le abruma, ni qué son esos gigantes que lo golpean como con aspas, una y otra vez.
 
No sé si la gente que se encontraba en el abastecedor reaccionó de alguna forma a mi llanto nada sutil, porque como emergiendo de la nada apareció mi papá, muerto de risa. En realidad me había estado siguiendo todo el tiempo, entre la curiosidad y el sentido de protección paternal. Aún riendo a más no poder me tomó en sus brazos y me llevó de vuelta. Yo me pegué a su cuerpo para sacarme de encima el terror, mientras cuidaba que la bacinilla no resbalara de mi mano. Nunca más volví a huir de casa.
 
No podría yo elaborar sobre qué nivel simbólico le otorgaba mi psique a aquel instrumento comúnmente visto con malos ojos (después de todo, es el recipiente para las más asquerosas deposiciones humanas). Pero puedo afirmar que la experiencia me marcó fuertemente para el resto de la vida, y me enseñó que, a veces, cuando uno pierde el camino, siempre hay algo a qué aferrarse, y siempre hay alguien querido dispuesto a llevarte a casa.