(...) En fin, no era ese hombre imponente que Manon conoció durante la exposición de la World Press Photo en Marché Bonsecours, cuando una lluvia diferente a la de ahora, una lluvia pesada de otoño les había empapado los pies a todos. Los salones de la galería estaban repletos pero Manon los recorrió alegremente dos veces, leyendo (a veces en inglés, a veces en francés) las descripciones que acompañaban cada fotografía. Era sábado y a pesar del clima, mucha gente se paseaba por la galería sosteniendo sus paraguas a medio cerrar. A ella sin embargo le llamó la atención el tipo que, durante todo el rato, no se había movido de en frente del cuadro de los niños albinos ciegos en India. Lo había notado al entrar y también justo ahora que pensaba regresar a casa. Ante la puerta de salida, Manon miró afuera para constatar que la lluvia seguía bañando Vieux Port, y entonces decidió quedarse. No se había percatado pero el cuadro y aquel hombre habían formado una especie de escena recortada del resto de la galería. La luz delicadamente colocada para iluminar la fotografía le bañaba a él un poco también, creando una extraña composición alimentada por los contrastes entre los chicos albinos de la foto y la tez oscura del hombre que les contemplaba en aparente concentración total. Se colocó junto a él rompiendo un poco la armonía de la configuración escénica, pero al mismo tiempo creando una nueva paleta de matices y colores de piel. La foto era perturbadoramente hermosa, a decir verdad. Los cinco personajes distribuidos en la habitación y frente al lente de la cámara posaban con sus camisas escolares rosadas y sus pieles blanquísimas, sus cabellos blanquísimos también a excepción del que ocupaba el centro del conjunto, pelirrojo-fuego, expresión casi indiferente en su rostro, cabeza ligeramente volteada a la izquierda (su izquierda). Los más altos atrás asemejaban centinelas de algún cortejo real, los dos en el centro ¿acaso miraban a la cámara con expresión vacía? Casi se podía adivinar la personalidad de cada uno a través de sus posiciones corporales, de la posición de sus manos, de la forma en que entrecerraban la boca. Las paredes despintadas atrás y las que parecían ser camas le daban el toque terrenal a lo que contrariamente podría haber sido un espectáculo paranormal. Manon volteó la cara ligeramente y pudo ver que el hombre estaba sumamente conmovido, casi hasta el punto del llanto. Y entonces sucedió.
Manon soltó una carcajada.
Sí, una carcajada. Una que intentó atajar a medio camino con la mano libre, consciente de que aquello estaba fuera de lugar, consiguiendo únicamente empeorar el asunto pues la palma de su mano formó un ángulo que sirvió de acústica para su risotada ahogada. La aberración sonora tronó por toda la galería haciendo que la gente se volteara, algunos con sorpresa, otros con indignación. De estos últimos Mo fue principal partidario, claro receptor de lo que en aquel momento interpretó como un gesto de sorna de parte de una chica insensible e inmadura. Manon seguía tapándose la boca ahora con las dos manos (había soltado el bolso y la sombrilla), tenía los ojos grandes con un gesto que era a medias un intento de disculpa y una búsqueda de explicaciones. No entendía por qué algo que le había conmovido tanto le había provocado una reacción tan despreciable. El ofendido ensayó una retirada digna, casi militar en la forma de dar los pasos, y se dirigió a la puerta de entrada/salida en dónde la lluvia se anunciaba con un ruidito necio y poroso. (...)
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