De Chavela Vargas aprendí que si a uno un lugar le queda chiquitico es mejor largarse y no mirar atrás. Referencia lejana, en todo caso, nunca me gustó su música ni el sufrido desgarro al que ella le llamaba cantar, pero siempre admiré la manera en que, quizás con un profundo resentimiento (que siempre llevó atravesado en la garganta), renegó de la Costa Rica ingrata que no estuvo a la altura de una mujer adelantada que llegó a rozarse con Grace Kelly, Pablo Picasso, Frida Kahlo, Joaquín Sabina y Pedro Almodóvar. En este país de agachados, en el que damos largos rodeos para llegar a una idea concreta, en el que encontramos justificaciones para casi todo, en el que incentivamos la cultura del pobrecitico, en el que tiramos la piedra y escondemos la mano, en el que es básicamente imposible reconocer el buen esfuerzo de los demás; aquí, en Costa Rica, es más fácil odiar irracionalmente a Chavela Vargas que aceptar que toda la vida nos dijo la verdad en la cara. Yo le llamo el "Síndrome Yolanda Oreamuno", otra insigne mujer, una de las más importantes figuras de la literatura costarricense, otra víctima de lo que ella misma llamó "la mediocridad de la cuna". El desdén es una de nuestras palabras favoritas, y eso nos lo recordó Chavela mientras alcanzaba la grandeza que en ninguna medida estuvo relacionada con este país hipócritamente tropical.
Todo esto me recuerda un viejo chiste: Un hombre llega al infierno, y su guía le muestra los alrededores, que básicamente están conformados por varios calderos hirvientes. El guía le explica al hombre que, por cuestiones de organización, cada caldero representa una nacionalidad adonde van a parar todas las personas de acuerdo a su origen. Cada caldero está vigilado por un demonio, que impide que alguien escape de allí buscando evitar el martirio. Al hombre sin embargo le llama la atención uno de los calderos que está completamente desatendido, e interroga a su guía al respecto. Este le explica que aquel caldero es el de los costarricenses, y que habían descubierto que no había necesidad de poner vigilancia ya que cuando alguno de los martirizados estaba a punto de salir, alguno de sus compatriotas lo empujaba hacia abajo para intentar salir por su cuenta.
Venga un tequila para brindar a tu salud, Chavela, donde quiera que esté el caldero al que fuiste a parar. Ojalá que hayás encontrado, por fin, el fin de tus amarguras.
2 comentarios:
"¿A mi que me importa que se muriera si ella odiaba Costa Rica?" es la frase que retumba en las paredes de mi casa. Aún algunos no comprenden que cualquiera saldría huyendo de este caldero si pudiera.
Estoy de acuerdo con lo que dices. Saludos :)
A veces ese tipo de palabras son el agua hirviendo de nuestro caldero. ¡Gracias por comentar!
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