jueves, 2 de mayo de 2013

Como la voz de la Bardot.



Te lo digo, todo mundo hablaba de sus bondades físicas. Que las piernas, que el culo de otro mundo, que las tetas sublimes. Un monumento de mujer, eso decían. Y bueno, yo lo sé porque mi papá siempre hablaba de ella, hasta el cansancio. A mí se me pegó la obsesión, no lo voy a negar. Cuando estaba chamaco mis compas del cole no entendían, ya sabés cómo cambia el ideal de belleza con el tiempo… En fin, me tiré todas sus películas gracias a la colección de papá. ¡Ja! Si supiera el viejo todo lo que influyó en mí para ser el cineasta frustrado dirige-comerciales-de-hamburguesas que soy ahora.

No sé si estaría orgulloso. Lo que sí sé es que todavía hablaríamos de la Bardot, y así como te lo digo a vos también se lo hubiera dicho a él: A mí lo que me encantaba era su voz. Sí, sí, esa voz, qué bárbara. Yo sé que no me creés, ni siquiera me lo tenés que decir, pero es muy cierto. Para mi ese era su mayor encanto. Por ejemplo, en “el desprecio” de Goddard, cuando llama a Paul – Paul, vien ici!- y el imbécil de Paul que iba, pero es que, decime vos, ¿quién se va a resistir a esos tonos como de flauta dulce? Ah, y después cuando a la tipa le dio por cantar ¡santísima! Como en aquella canción que no recuerdo el nombre pero que al final ella decía muy sugerente: plus fort, oh oui, plus fort!

Tu voz no es como la de la Bardot. Es más bien una convergencia de lo rasposo y lo chillón. Algo tenés de ella ¿sabés? El caminado grácil, los labios prominentes, la majestuosidad pretenciosa. Pero la voz, definitivamente no. Al principio no me importaba, pero con el tiempo me ha llegado a irritar mucho, especialmente cuando tenemos invitados y te da por hablar sin parar.

Y fue por eso que, anoche frente a todos, te mandé a callar.