domingo, 23 de septiembre de 2012

Apología del fútbol


Mi padre y el afro que yo nunca pude imitar.
Todas las historias de gloria de mi papá tienen que ver con fútbol. Para mí, de pequeño, era una verdadera delicia escucharle narrando las venturas y desventuras que le dejó su paso por el fútbol setentero de primera división con el equipo del Barrio México, su barrio querido que siempre lleva (rá) a cuestas. Le bautizaron "María" porque los conocedores le encontraban un gran parecido con José María Rodrigues Alves, Zé María, jugador brasileño que formó parte de la escuadra mítica brasileña que alzó la copa mundial en 1970. En aquel entonces no había contratos ventajosos para las jóvenes promesas y además, no existió nunca la asesoría de alguien con mayor claridad mental. Así dice siempre mi padre, como resintiendo en el fondo la ausencia de una figura parental de peso: fue criado por un puñado de mujeres (su madre y sus tías) que de fútbol no sabían nada. Así que, a su manera, mi papá fue un enfant terrible, una especie de George Best en chiquitico que, sin embargo, fue condenado a no ser recordado por nadie. Al menos así lo parecen sugerir sus otras historias, las de las andanzas con sus amigos de barrio, esos que presumen una colección de apodos inverosímiles, esos que lo acompañaron en cada bar, en cada disco, enfundados en camisetas pegadas al cuerpo y blandiendo sus apreciados zapatos de plataforma.

Obviamente él nunca se alejó del fútbol, porque lo mejenguero se lleva ya no digamos en la sangre si no en la testarudez de la cabeza. Así anduvo de allá para acá, combinando una serie de empleos informales con sus ganas de patear bola. En algunos de esos trances vivió experiencias dignas de rememorar, como por ejemplo el haber compartido camerino con Nel López, a quién le apodaban "la vanidosa" por su excesivo acicalamiento frente al espejo antes y despúes de los partidos. O también haber presenciado el ascenso del omnipresente Mauricio "Chunche" Montero, quien era banca en el equipo de segunda división de Ramonense. Un tal "Burro", titular en la posición de defensa central, solía esconderse en una quebrada cerca del cementerio de Palmares para emborracharse monstruosamente, hasta que un día, demasiado ebrio, cayó en las tranquilas aguas de la quebrada, de donde lo sacaron ya sin vida. El "Chunche" nunca más soltó la titularidad. 

Después vino la familia y con el obligado asentamiento, la irrefrenable necesidad de pasar la antorcha. Yo, como hijo mayor, fui bautizado con el nombre de mi progenitor, en ese ejercicio terrible de depositación en el que a menudo caen los padres de manera inconsciente. Este heredero, sin embargo, falló estrepitosamente, a pesar de las primeras idas al estadio en donde ese niño que era yo, vestido hasta las orejas de morado y blanco para ir a ver jugar al (glorioso) Deportivo Saprissa, se interesaba más en devorar unos jocotes excesivamente maduros que chorreaban la espalda del hombre pendenciero sentado una fila más abajo. Dice mi padre (yo no lo recuerdo) que casi se va a los golpes. Fracasó también este sucesor a pesar de los primeros tacos comprados para él, estrenados en un entrenamiento de prueba en el equipo de un tal "Pituca", formador de jóvenes futboleros en Cañas, Guanacaste. Dos cosas quedan por decir sobre esto: Uno, que ignoro si Pituca seguirá con vida. Dos, que no pasé la prueba. Ya a esas alturas mi papá, resignado, aceptaba mi rechazo a revolcarme con el balón y el comienzo de mi aventura desenfrenada con los libros. No existen en esta historia, eso sí, resquicios de daddy issues; si no que lo digan los amigos de mi papá (los de esa segunda etapa de su vida), que muchas noches tuvieron que escucharle presumir sobre su hijo mayor, elegido en 1990 como uno de los mejores estudiantes del país.

En Costa Rica todo mundo mejenguea
Además, a mí sí que me llegó a gustar el fútbol. Aún hoy se me pone la piel de gallina cuando veo los videos de la selección tica en Italia 90, partidos que por cierto vi desde mi casa gracias al asueto otorgado por el presidente Calderón en una medida más que populista. Aquel televisor en blanco y negro nos transmitía los goles de los jugadores (todos del Saprissa, dicho sea de paso) que hacían a mi papá pegar brincos (no miento) hasta el techo. De pequeño salía a la calle a celebrar en los desfiles improvisados que se armaban en el pueblo luego de cada campeonato ganado por el equipo saprissista. Me indigné profundamente con la primera y única expulsión (por lo demás injusta) de Evaristo Coronado. A pesar de mis limitaciones siempre he sido de ir a mejenguear (ahora quizás cada vez menos) aunque con más pena que gloria (punto para las deficiencias de mi motora gruesa). Salí a celebrar con miles de personas en la Fuente de la Hispanidad el pase de la selección al mundial de Corea-Japón 2002, luego de que derrotaramos a Estados Unidos con dos goles de Rolando Fonseca. Más tarde, esa noche, firmé la paz con los estadounidenses mientras me besuqueaba por las calles de San Pedro con Sarah, una gringa que me escribía poemas mal logrados.

Escribió Eduardo Galeano: "¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales". Yo sé por dónde anda la remilga de estos detractores del llamado "deporte rey", y debo decir que entiendo y comparto algunas de sus razones: la transmutación del deporte en un negocio multimillonario y corrupto, la rídicula deificación de los futbolistas y su posicionamiento como estrellas o pseudocelebridades (especialmente en Costa Rica esto llega a niveles patéticos), la alienación de las masas o la bien llamada "autoestima futbolística", ese fenómeno que puede convertir a casi un pueblo entero en una mole amnésica, una criatura incapaz de darse cuenta de que (oh, la ironía) se la están bailando. Con todo y olé.

Pero esas razones probablemente nada tengan que hacer al lado de una pasión que es tan grande como inexplicable, una fuerza descomunal que muchas veces se manifiesta, por ejemplo, en el coordinado y estruendoso "¡uuuuy! que acompaña las jugadas de peligro, esa energía arrolladora que ya se desearía el más pintado de los directores coreográficos. Esta especie de impulso vital que mantiene al fútbol más vivo que nunca alrededor del orbe.

Había dicho que de pequeño me encantaba escuchar las historias de mi papá, pero eso no es completamente cierto. Aún hoy me encanta sentarme a la mesa con él e inventarle caras a los personajes que fue conociendo en sus andanzas futboleras. La última que le escuché fue la del, medianamente famoso, "Chinimba" (que, ojo, tiene hasta entrada en wikipedia. En inglés). Este hombre creció, cuando niño, viendo con ojos de hermano a quien en realidad era su madre. Pero ya estamos en tiempo de reposición y este relato bien lo podemos dejar para el próximo cotejo.