viernes, 9 de mayo de 2014

La sed de los bomberos (fragmento)

I.


Tenía unos nueve u ocho años cuando escuché por primera vez sobre el lagrimal obstruido. No entendí en aquel momento, por supuesto, las implicaciones médicas ni las causas o consecuencias, pero me quedé fijada en la descripción (algo superflua) que contenía el reportaje televisivo: “Las lágrimas se salen de los ojos y resbalan por la mejilla, los ojos se llenan de lágrimas y se ve con dificultad, la persona se limpia constantemente”. De inmediato me asaltó la imagen de un ojo derramando lágrimas eternamente (así lo interpreté en aquel momento) y se adueñó de mí una tristeza pesadísima. Lloré por tres días seguidos. Mis papás estaban tan preocupados que intentaron encontrar una solución consultando a dos médicos distintos, pero el diagnóstico no llegaba a consumarse. Antes bien los doctores con su dejo de prepotencia hacían comentarios solapados sobre la incapacidad cada vez más creciente de los padres modernos para controlar a sus hijos caprichosos (entendí el significado de esos comentarios hace apenas unos años). Cuando irremediablemente surgía la pregunta “Ani ¿qué te pasa?” yo respondía con más llanto porque era mi única forma de ilustrar lo que estaba experimentando. La imagen del lagrimal lesionado me daba la sensación de infinita tristeza, pensaba en personas perpetuamente desoladas, sufriendo de una amargura inacabable, inextinguible, sin nada que pudiera devolverles al menos un ratito de alegría, visualizaba las lágrimas como obstinados mosquitos, legiones de obstinados mosquitos lanzándose sobre la piel de una persona para inyectarle toneladas de tormento. Durante esos tres días, perdí todas las ganas de vivir que puede llegar a acumular una persona en ocho o nueve años.

Ni papá ni mamá llegaron a conocer la razón de mi explosiva depresión. A la gente se le olvida esto pero incluso a esa edad una, siendo aún “mocosa”, tiene un cierto instinto de auto preservación que le hace protegerse de los adultos ocultándoles ciertas cosas que una sabe no podrían caber en sus cabezas. Cosas que inevitablemente activarían esa mirada condescendiente que todo infante odia, la del adulto omnipotente que siempre sabe lo que es bueno para una, la que reduce a la insignificancia cada universo rigurosamente fabricado por maquinarias incomprensibles. A la gente se le olvida, pero a mí no. Siempre me fuerzo a recordar a aquella versión mía de la llorona porque me hizo comprender que uno nunca entiende la vida de mejor manera que cuando es un niño...