domingo, 11 de marzo de 2012

¿A ras del suelo?

Siendo adolescente tuve un amigo muy cercano que tenía una especie de manía por ser el redentor de la gente cercana a él. Una de sus metas (y esto quizás explique muchas cosas) era algún día llegar a convertirse en santo. Por si les causa curiosidad, les adelanto que su camino en la vida, ahora muy separado del mío, no lo ha llevado ni siquiera cerca de tal ambición. Pero eso no le resta méritos como amigo incondicional: muchas veces, cuando yo no tenía para almorzar, él sacó de su bolsillo y pagó mi cuenta sin nunca pedir nada a cambio y siempre con la mejor de las voluntades.


Cierta ocasión en que, como muchas otras, conversábamos en el corredor de mi casa, Juan (que así se llamaba) adoptó una especie de tono solemne y a la vez lastimero para decirme, más o menos, lo siguiente:

"Mirá, espero no te moleste lo que te voy a decir, pero ustedes son una familia pobre..."

La pobreza suele tener una extraña simetría
Después de la frase continuó hablando (me estaría aconsejando sobre alguna situación familiar en particular) pero yo no le escuché. Me había quedado enganchado en aquella joya de apertura discursiva. ¿Por qué -pensé- me habría de molestar eso? ¿Por qué su señalamiento tendría que avergonzarme o resultarme como una especie de insulto? Hasta entonces yo nunca había pensado seriamente en la necesidad de ponerle un título a nuestra condición socio-económica. Sí, claro que eramos pobres, pero eso nunca intervino con nuestra capacidad de reírnos o de disfrutar amenos ratos familiares. Por favor ¡teníamos dos palos de mango en el patio! ¿Saben cuántas posibilidades de juego crea eso para un niño? Nunca significó pasar hambre en lo absoluto, o experimentar terribles necesidades. No sé cómo demonios se la arreglaban mis papás, pero siempre tuvimos el plato de comida caliente sobre la mesa y los útiles escolares necesarios. Así que, por mucho tiempo, la duda me persiguió ¿es que acaso tenía yo que sentir vergüenza por ser lo que era y por venir de donde venía?

Hasta que me encontré con la gran novela de Luisa González, "a ras del suelo" y, más concretamente, con el prólogo que Adolfo Herrera García le hizo a la edición de 1986. Escribió don Adolfo:

"Con la hondura con que se describe lo que se ha vivido, la autora nos pinta la 'vergüenza de ser pobres'. Y es verdad que la pobreza es fea. Pero concurren a avergonzarnos otras causas ya no ciertas pero enraizadas en el subconsciente: que la pobreza es castigo del destino trazado por los dioses. Entonces la superstición nos venda los ojos y nos torna mansos ante un fenómeno que no debe avergonzar sino al régimen que lo engendra. 'La vergüenza de ser pobres' es otra carlanca que impide el paso hacia el decoro de la rebeldía".

Entonces lo comprendí todo. Eran mis primeros años en los pasillos de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Costa Rica, y corría por mis venas cierta efervescencia (una que algunos llaman, despectivamente,"la chancleta"). Le grité gracias a don Adolfo, donde fuera que estuviese, y me dispuse a atar los cabos sueltos.

Me di cuenta que, cual tragedia griega, muchos asumen su pobreza como una especie de designio divino. Esto es en parte culpa de las doctrinas religiosas que enseñan a aceptar la "voluntad de dios" como algo irremediable y libre de cuestionamientos. Tal cosa, por supuesto, no es más que una domesticación masiva llena de una terrible manipulación para favorecer a las cúpulas de religiosos. ¿Se acuerdan de aquello que decía "bienaventurados los pobres"? Bueno, en el Vaticano parece que no.

Encima el orden global ha supuesto la existencia de una disparidad tremenda entre los países ricos y pobres. Solo en América Latina y el Caribe unas 200 millones de personas viven en la pobreza, un tercio de la población sobrevive con $2 al día y poco más de 78 millones de habitantes lo hacen con menos de $1 diario. Nuestros países arrastran problemas desde la época de las colonizaciones salvajes, sumergiéndolos en un torbellino de subdesarrollo. Aunque muchos afirman que nuestra pobreza se debe a la "falta de actitud", lo cierto es que el orden mundial es antojadizo y también manipulado, impuesto por organismos internacionales que dictan políticas injustas y casi mercenarias. Con el paso de los años se ha creado una brecha tremenda, y la desigualdad entre ricos y pobres crece monstruosamente.

Y esto nos lleva al espejismo de la globalización, tal como lo señala Rafael Cuevas en su obra. Mientras la televisión y-cada vez más- la internet nos acercan a cualquier rincón del mundo y nos muestran imágenes y nos venden ilusiones, "el ojo del que ve" en nuestro entorno no tiene ni tendrá el dinero necesario para comprar lo que se promociona. De hecho, el total de lo que se invierte en publicidad alrededor del mundo está destinado únicamente al 80% de la población mundial. El resto de la gente, como no tiene poder adquisitivo, se convierte en desechable.

Ante semejante panorama ¿cómo no sentir frustración, rabia, impotencia, vergüenza? Si te enseñan a agachar la cabeza, si te imponen condiciones económicas y sociales asfixiantes al mismo tiempo que te dicen (sin ser muy sutiles) que si no comprás lo último del mercado no sos nada.

En mi caso tuve la inmensa fortuna de aprender otra cosa. Aprendí que hay que trabajar, duro, porque ya desde la cuna uno la tiene difícil. Aprendí que, con esfuerzo, se puede acceder a una buena educación, se puede llegar a conocer otros países, otras gentes, otras culturas. Se puede llevar una vida con suficientes comodidades, lejos de la ostentación (un terrible mal humano). Comprendí, finalmente, que uno realmente puede llegar a ser lo que sea que se proponga. Lo que sea.

No hay espacio para la vergüenza, porque opaca el coraje necesario para surgir. ¿Y qué si se ha vivido al ras del suelo? Como dice la canción: Del suelo se suele aprender.