domingo, 12 de diciembre de 2010

Crónica de una (mala) noche en Aguas Zarcas

Aguas Zarcas es un pueblo curioso por muchas razones. Quizás una de ellas es que su nombre evoca una sensación de lejanía, aunque en realidad no es así: Se encuentra apenas a unos 20 minutos en automóvil del centro de Ciudad Quesada. El pueblo está dividido a ambos lados de la carretera que lleva hacia Pital, por lo que en muchas ocasiones es simplemente zona de paso. Aunque pueda causar sorpresa, también es uno de los pocos lugares de Costa Rica que no tiene un parque. Es cierto, si se dan una vuelta por el centro, verán la iglesia y al frente... la calle, la parada de buses y negocios varios. Según cuentan, hubo alguna vez un proyecto para convertir una céntrica plaza de fútbol en el consabido parque, pero el plan nunca se concretó. Por ahora, la gente en las noches se reune en las esquinas. Además, en un buen día despejado, se puede ver la perfección cónica del volcán Arenal.

Desde mediados de este año y debido a mi trabajo como profesor de teatro en el colegio del lugar, he tenido que viajar constantemente al cándido pueblo de Aguas Zarcas. Nunca, sin embargo, había pasado más de una mañana- tarde allá. Nunca, hasta el pasado viernes. Y vaya que la experiencia iba a ser enriquecedora (nótese que escribo "enriquecedora" a falta de un buen eufemismo).

La primera señal me la dio uno de mis alumnos (José) por teléfono, en la tarde, mientras iba de camino por la sinuosa carretera a San Carlos. "Profe" - dijo - "usted se va a quedar en una cabina, pagada por nosotros. No es muy bonita eso sí" - A continuación, risas nerviosas. "Bah"- le respondo para suavizar su incomodidad- "no se imagina usted los lugares en los que yo he dormido".

Llego algo tarde pero después de un buen par de horas de ensayo, otro de mis alumnos, Carlos, me escolta hacia lo que será mi guarida nocturna. "No está tan mal" - me va diciendo - a veces yo voy ahí cuando quiero comprar cosas robadas". Ya no me ayudes tanto, compadre, siento ganas de decirle. Las calles son poco iluminadas y mi otro yo paranoico enciende las luces de alarma. Finalmente mis estudiantes han tenido suficiente de mis exigentes ejercicios teatrales y han optado por borrarme de la faz de este mundo y hacerlo parecer un accidente.

Pero mi otro yo nunca tiene la razón y esta vez no fue la excepción. Llegamos por fin al sitio, que podría pasar por clandestino de no tener pintado en letras blancas el nombre de "Hospedaje Hidalgo". Tocamos la puerta y una señora cuarentona nos abre. Ya ella está entereda de mi estancia, sin embargo, lamentablemente su esposo acaba de alquilar las habitaciones grandes. El siguiente diálogo toma lugar:

Cuarentona: Es que ustedes llegaron muy tarde.
Carlos: Y ¿dentro de cuánto se desocupan?
Cuarentona: Pues en unos treinta minutos más o menos.

Con mi cara de horror le comunico a Carlos que no quiero pasar la noche sobre cualquier resquicio de pasión amorosa entre dos desesperados y precoces noviecillos. Así pues, se decide que me hospedaré en una de las habitaciones pequeñas (nótese que uso "habitaciones" a falta de un buen eufemismo), y de inmediato avanzamos hacia allá a través de un pasillo estrecho y tan pobremente iluminado que le da una nueva definición a la palabra cliché. El cuarto es el número 14, y resulta fácil identificarlo por una maltrecha calcomanía de Igor el burro pegada justo encima del número. "Es pequeña" - dice la mujer - "pero cualquier cosa si trae una hembra, la tira al piso". Sus risas escándalosas me confirman que lo que acaba de decir en realidad sí salió de su boca. Luego se pone seria y pregunta por el dinero, así que le cancelamos, dejo el bolso guardado y salgo para buscar algo de comer. O tal vez para alejarme de aquel inframundo, no lo sé. De camino Carlos se deshace en explicaciones, y yo, para suavizar su incomodidad, le respondo: "Bah, no se imagina usted los lugares en los que yo he dormido".

Quise prolongar bastante mi búsqueda de alimentos pero una lluviecita tenue impulsada por un viento frío me hizo volver rápidamente a la cueva de los leones. Antes de sumergirme en las profundidas del cuarto (decisión que buscaba proteger mi integridad) logré captar donde se encontraban los maltrechos baños que habría de usar la mañana siguiente, si lograba recoger el coraje suficiente.

Dispuesto a encerrarme el resto de la noche, noto con preocupación que la puerta de mi cuarto no tiene picaporte. Tengo un impulso por ir a quejarme con la administración (nótese que utilizo acá "administración" a falta de un mejor eufemismo) pero al salir al pasillo me doy cuenta que todas las puertas están entreabiertas. ¡Ninguna tiene picaporte! Solamente un hábil hombre había logrado cerrar la puerta por completo, utilizando un paño para prensarla contra el marco. Yo sigo el ejemplo y consigo elaborar un picaporte rudimentario con lo que tengo a mano, qué carajos, para eso somos homo sapiens sapiens ¿no? Ya seguro de que ningún maniático podrá entrar a ahorcarme en medio de la noche, dedico unos minutos a examinar con atención el recinto. Olor a humedad apenas dentro de los límites de lo soportable. Paredes viejas, un mueble viejo haciendo las veces de estante, instalación eléctrica riesgosa, sábanas quemadas por cigarrillos y unos cuantos agujeros por donde puedo ver perfectamente hacia la habitación del lado (y viceversa). Por dicha, esta en particular está vacía. Un tal "Juan" decidió, quizás harto de su prolongado celibato, garabetear en una de las paredes su número de celular. Tal vez fue el mismo Juan el que dibujó una claramente identificable mata de cannabis en otro de los muros de madera avejentada. Después me entrego a los placeres de la lectura y agradezco que haya existido Calderón de la Barca y que además haya sido invitado a escribir una comedia hace muchos siglos para la reina Mariana de Austria. Conciliar el sueño luego, sin embargo, fue más difícil que agradar a un miembro de la realeza. Un catálogo de ruidos se turna para volver la tarea titánica. En primer lugar, un perro escándoloso, que al parecer tenía hambre pues se calmó luego de que al pobre le llevaron algo de comer. Le siguió uno de mis vecinos, quien se decidió probar a altas horas de la noche la capacidad del altavoz de su celular. Pienso que debe de estar en medio de algún contubernio amoroso, porque lo que suena va más o menos así:

♪♪Un amor entre treeees no sustentaaaaa, eso es tan soloooo paaaara dooooos, tres no hacen parejaaaa, o tú y éeeeel, o túuuu y yooooo♪♪

Cuando se acaba la canción, noto que hay un bebé llorando a todo pulmón. No es tan prolongada la tortura ya que su madre encuentra una forma de hacerlo callar, pero al mismo tiempo llegan desde la habitación de al lado (la que está ocupada) los ronquidos sinfónicos y constantes de mi vecino. El del celular ahora asume su herencia latina tropicalona, y quizás motivado a dejar detrás las intrigas novelescas, se manda con algo más o menos así:

♪♪Cachamba, cachamba, qué vacilón, a la cachamba cachamba ¡ay hombre!♪♪

Un breve y inexplicable momento de silencio hace la magia y me duermo profundamente. Al menos hasta que una jauría de machus escandalosus llega. Les conozco bien: a menudo aparecen bien entrada la noche haciendo todo el ruido posible sin tener lástima de sus pobres víctimas, a quienes despojan sin misericordia de cualquier resto de sueño que pudieran tener. Después la madrugada tuvo la misma tónica, constantes interrupciones (puertas, gritos, ronquidos, puertas, gritos, ronquidos) hasta la llegada del alba. Lo primero que escucho es una conversación de dos huéspedes, a eso de las 6.30am y que va más o menos así:

Hombre 1: Mae ¿a esta hora estará abierta la licorera?
Hombre 2: No sé ¿por qué?
Hombre 1: Ocupo mandar a comprar un buen bombillo, me estoy muriendo del goterón.

Luego algún pobre desafortunado parece estar vomitando hasta los intestinos, lo cual me hace tener dudas acerca de levantarme e ir al baño, pero la idea del agua sobre mi cuerpo me parece excelente, sobre todo tomando en cuenta el festival de ácaros que debía tener encima.

Al regresar de la rápida ducha dispuesto a largarme de una sola vez, me encuentro con mi vecino roncador quien, para mi sorpresa, resultó ser una señora regordeta y simpaticona que me saluda con un buenos días mientras, displicentemente, se deshace de una lagaña poco discreta y descomunal.