martes, 20 de octubre de 2009

Volver

Cuando por cuestiones de la vida emigrás desde un pueblo rural hacia la gran capital tenés la suerte de poder apreciar dos mundos distintos, que me atrevería a llamar paralelos de no ser por lo trillado del adjetivo.

A veces, eso sí, suele suceder que esos dos mundos que habitás tienen un crecimiento diametralmente opuesto. Es común ver como aquel pueblo chiquito de calles pobremente iluminadas, ríos, y parques de pocas pretensiones se estanca en el inevitable subdesarrollo, mientras que la gran metrópolis tiene una explosión exponencial de construcciones y de gente, siempre más y más gente.

Dentro, en lo más íntimo tuyo, algo comienza a cambiar también. Es tan paulatino que no te das cuenta, comienza a suceder con el paso de los años como habitante del infame casco metropolitano. Y finalmente, de repente, te es imposible rememorar el momento en que dejaste de ser de "allá" para ser de "acá". Dejás de ser una criaturilla rural asustadiza para convertirte en un monstruoso depredador urbano. La dulce placidez pueblerina te abandona para dar paso al agrio estrés citadino. El lento caminar despreocupado que acostumbrabas tener en el pueblo, da paso al apresurado corre -corre de la ciudad, necesario para sobrevivir en el mar de piernas, asaltantes, basura y carros. "Y corres detrás de la vida, pues la vida se te escapa. Y por correrla se te olvida la vida, como se te olvidó un día tu casa", cantó Aux Nahual.

A veces volvés, claro. No es como al principio, cuando hiciste la migración inicial, que tratabas de regresar cada fin de semana o que buscabas a aquellos amigos que también se habían venido a la capital, los buscabas para salir, aunque fuera al cine, o simplemente hablar, tomar un café. O que buscabas aunque fuera algo mínimo que te recordara ese lazo que no querías que se rompiera. Pero sí, volvés, de vez en cuando, cuando las obligaciones de tu nueva vida cotidiana te lo permiten. Volvés por que a pesar de todo siempre hay algo que te une al pueblo: la familia, amigos, tu casa.

Llegando al pueblo no podés resistir el sutil ataque de la nostalgia, porque ves siempre los lugares que tanto significaron durante mucho tiempo y te llegan los recuerdos amontonados en una masa gigantesca de caras, situaciones, noviecillas y palabras. Cosa curiosa también: no podés evitar sentirte como una especie de forastero. Ya no soportás el calor al que estuviste alguna vez habituado. O te encontrás a la gente que creció sin que vos estuvieras en el pueblo, y notás que no te reconocen, quizá pensarán "ahí va un josefino", y te dan ganás de detenerlos y decirles que no, que vos sos de aquí, que aquí creciste, que te acordás de cuando la iglesia no tenía esa decoración de mosaicos o cuando en esa esquina había una licorera de una china que vendía muy caro.

Y después te golpea la tristeza con su inmisericorde látigo, porque ves a la misma gente haciendo las mismas cosas en los mismos lugares de siempre. Ves que el progreso extravió el mapa con la localización del viejo pueblo, que no hay oportunidades de trabajo, que la pobreza se acomodó como en casa, que la droga y la delincuencia se disputan los primeros lugares en popularidad. El tiempo, seguramente, acabó por quedarse dormido en medio del sopor, y dejó de avanzar. Está tan detenido, que se te dificulta caminar.

Con sorpresa encontrás viejos amigos de infancia y te asombra ver que no han cambiado, que son los mismos. O quizá no te asombra, no lo sabés. Ves que te hablan y vos contestás, y ellos son los mismos, pero vos no, vos has cambiado. Entonces sentís que la conversación está llevándose a cabo a través de algún extraño canal interespacial que comunica a dos mundos opuestos. Te pasa siempre, te pasó con aquel compañero de escuela a quien cruelmente le habían apodado "pichita" por su pequeño tamaño. Tantos años después y aún la gente le sigue llamándo así, él terminó por aceptarlo, resignado. Pero ya ves, sigue ahí, es el mismo, se acuerda de cosas que vos habías enterrado por pura negligencia mental. Él no pudo terminar de estudiar, tiene un duro trabajo en el casi único lugar donde se puede trabajar en el pueblo, no tuvo las oportunidades que vos tuviste, no, vos tenés tu educación universitaria, tu trabajo de oficina bien pagado. La voz y la cara de tus amigos son los últimos enviados de un pasado que agota sus decaídas gestiones diplomáticas.

Es tu pueblo pero ya no es tu pueblo.

Y cuando finalmente te vas y emprendés el regreso, te traicionás a vos mismo y ves hacia atrás, como despidiéndote, y te ha pasado, no podés decir que no, que te ponés a cantar aquella canción de José Feliciano: "pueblo mío que estás en la colina, tendido como un viejo que se muere..."

1 comentario:

Leandrus dijo...

eso esta como para publicarlo en "la cancha"...y todos los que son de aqui y estan alla sientan un poco de nostalgia...demasiado bueno!!