viernes, 20 de septiembre de 2013

Regina Spektor comiendo pollo frito en el bus.

No me jodan. Ustedes no saben lo que es estar muriéndose de hambre y llegar al final del día con tan solo mil colones en la bolsa, encima sabiendo que faltan unas dos horas para que el bus llegue a la casa. Eso es lo que tuve que haberles dicho; eso, levantarme, ir hacia sus asientos y decírselos. Pero no tuve fuerzas en ese momento: alguna pereza residual habrá sido. Aunque sí me les quedé viendo largo y tendido con algo de saña, par de mocosos pseudo-agrupados en sus pseudo-tribus urbanas. Desechos postmodernos de la falta de identidad, meros productos de la artificialidad de la internet. Se creen muy avant-garde con sus looks vintage, su musiquita indie, su apertura y su mentalidad progresista. Siempre me colman el salón de clase, se hunden en los pupitres y no sueltan el celular o la tablet (o ambos) viéndonos a todos los demás por encima del hombro, como en ese momento justamente en que se burlaban de la señora que hacía magia con la porción de pollo frito que había comprado en la parada. Cierto, aquello fue la multiplicación de las pechugas: Comía ella, su hijita de unos dos años y su otro hijo en esa edad que en las nuevas generaciones resulta tan molesta, esa que no es ni infancia ni adolescencia si no que es como algo robado, un agujero amargo, un árbol que cae en el bosque vacío. Pues eso, comían los tres a duros penas y sí, es cierto, gracias a las labores de repartición todo el bus olía a cocina descuidada de restaurante chino, y  sí, es cierto, yo también vi a la señora limpiarse la (excesiva) grasa del pollo con las cortinas del bus, y sí, también noté como el pre-adolescente masticaba ruidosamente con la boca abierta. Pero ¿y qué? ¿No es que son muy tolerantes, muy conscientes de la realidad social? Pero no, ahí estaba los dos mocosos, aspirantes a remedo de hispters, desperdicios de interacciones sinápticas, ahí estaban, burlándose de la pobre señora y de sus retoños. Ah, y encima ¡encima! los señores distinguidos venían escuchando música de su celular a todo volumen, algo que yo consideraba exclusivo de los descerebrados que se adscriben a esa basofia que llaman reggaetón. Regina Specktor. Eso sonaba (la conozco porque tengo una extraña fascinación con artistas de origen ruso que logran triunfar en el mercado norteamericano - es una larga historia). Ahora que lo pienso tal vez eso fue lo que me calmó un poco, la música. O el sueño. La música, el sueño, los resquicios de pereza. No sé.

Y luego pude haber cerrado los ojos inmediatamente pero en lugar de eso los dejé abiertos unos cuantos segundos más. Son de esos impulsos raros que tiene la vida, inexplicables para mí. Es una sútil traición de la voluntad, un desplante psíquico, una malacrianza sensorial. Llámese como se llame, pude presenciar cuando todo se salió de control: La señora del pollo estaba enfrascada con los últimos huesos. Fue tanto su afán por lograr una equidad en la repartición que al halar una parte de la otrora criatura viviente, un pedazo de la piel fue caer justo sobre el zapato izquierdo de uno de los muchachos. La piel era un derroche de grasa y resbaló lentamente, como una babosa cuando le tiran sal encima y decide arrastrarse para salvar su vida. La discusión arrancó de inmediato: el atacado con el misil grasiento estaba ofendidísimo y lanzaba improperios a la pobre señora, quien, enjuta, se debatía entre reírse o preocuparse por la reacción del muchacho. La niña estaba asustada y había dejado de comer. El pre-adolescente seguía masticando ruidosamente con la boca abierta, aunque más lentamente, con mirada calculadora. Mientras tanto la Spektor escuchaba voces en su cabeza y yo pensé en ella. La imaginé en un autobús allá en la lejana Moscú, no con nueve años apenas sin saber en qué rayos le afectaba la bendita perestroika, si no ya mayor, con sus treinta y tantos encima, y preocupada por no tener muchos rublos en la cartera, con el hambre rebotándole en los nervios, comiéndose una porción de pollo frito bajo la mirada estricta de los demás pasajeros, enjugando la grasa que le baja hasta los codos: Feliz. Así que me dio tanta rabia que me levanté y sí, lo hice, llegué hasta donde el tipo que se molestó por la interrupción de su desahogo, tomé con mis manos el trozo de piel de pollo y sí, se lo restregué en la cara como si estuviera borrando una respuesta incorrecta en un examen. Aquello fue la peor ofensa, el otro se me vino encima, la mayoría de los golpes mal calculados, zafarrancho total, escándalo. El olor a grasa reciclado más penetrante que nunca. Después lo que ustedes ya saben, el chofer (y luego la seguridad) me obligan a bajarme del bus, yo reclamo, que miren que es el último bus para el pueblo, que miren que yo me quedo tranquilo, que miren se estaba burlando de la señora, que miren ustedes son unos malparidos. Nada que hacer.

Logré que me vendieran la última porción de pollo que quedaba antes de que cerraran la parada.